“Me gusta tanto que no me gusta que le
guste a otras personas. Es un amor, así, celoso.”
Jorge Luis Borges
Las lenguas cambian, y el proceso
puede ser tan lento como apresurado. Casi que aprendemos a hablar sin darnos
cuenta, nuestro entorno familiar inmediato focaliza su atención en discernir si
nuestra primera palabra es una palabra, o si continuamos nuestros balbuceos de
bebés. Así nace el proceso comunicacional con el lenguaje. Nos cuesta hablar,
pero apoyados en la imitación, vamos hilvanando palabras sueltas que pueden
obtener un significado. En este arte, quizás reside uno de los encantos del desarrollo
e interacción de un bebé. Pero cuando de jóvenes o adultos retornamos al
balbuceo y a la economía de palabras como tendencia de moda promovida por las
redes sociales, no parece encantador. Al menos para los que peinamos canas, la
ortografía es materia de filólogos o bien hablados. La tónica es la reducción,
para hacer más simple la comunicación y más popular. ¡Vamos a discutirlo!
Para muchos, la lengua es el soporte
de la convivencia. Es un hecho social que condiciona la vida de las
comunidades, al tiempo que moldea la base cultural que permite agilizar o
justificar parte de una civilización. Nos corregíamos permanentemente ante el
error ortográfico o en la construcción hablada. Incorporábamos modismos
televisivos o nuevas costumbres sociales, pero siempre regresábamos a la
cohesión lingüística que nos permitía entendernos. Hasta que, en un momento, la
situación nos desbordó y para un hispano hablante, por ejemplo, la situación se
convirtió con naturalidad en algo too much…
Si el problema hubiera sido el
incorporar terminología anglosajona, lo hubiéramos podido superar. De hecho,
los siglos XVIII y XIX estuvieron influidos por un léxico de origen francés,
que supuestamente nos sofisticaba. Pero es verdad que en la década de los
noventa escaldaba que alguien que estuviera casi sin tiempo físico para
acometer sus tareas, dijera que estaba a full; era difícil encontrar a alguien
que te pidiera perdón, el sorry sonaba a disculpa insulsa y no sentida; ya no
existía goleador que en una jornada notable volviera a casa con tres goles como
estandarte: regresaban con un hack trick. En el trabajo ya no discutíamos ideas
para desarrollar proyectos, la palabra idea abrumaba porque obligaba a la
grandilocuencia, entonces desarrollábamos brainstorming o lo castellanizábamos como
“tormenta de ideas”, quizás porque acumulábamos percepciones para desarrollar o
porque ya sospechábamos que tener una idea solo era a través de una tormenta
civilizadora. Sonaba como el ocaso de la comunicación el incorporar o
interaccionar con otras lenguas. Pero parece que se sobrellevó too easy. En
definitiva, somos una especie elástica e intercomunicada donde la mayoría
importa vocabulario y estilos de hablas de las lenguas que consideramos de
elite. Para algunos era motivo de enriquecimiento. Yo sigo detestando que
alguien este “a full” cuando se le acumulan las actividades. Sigo cerrando mis oídos
ante los frívolos parlantes, porque si en el XVIII incorporar terminología francesa
nos aparentaba sofisticados, el inglés lo usamos para vulgarizarnos, para
confirmar que somos iconos solamente para el comercio y consumo.
El uso ilustre de la lengua es minoritario,
pocas veces ha prosperado. De pequeño, digamos de estudiante secundario,
ridiculizaba a Jorge Luis Borges por el simple hecho de que yo sentía que él
nos ridiculizaba o subestimaba al utilizar un idioma tan variado, tan rico en
matices o contenidos, pero que en definitiva no estábamos preparados no solo a
repetirlo, sino a comprenderlo. El ridículo quizás era yo, o mi maestro que incluía
a Borges en el currículo de literatura de tercer año como forma de entender la
importancia del buen hablar. La lengua de los diccionarios, la aplicación actualizadora
de los miembros de las academias suele no prosperar, apenas es prescriptiva.
Los diccionarios académicos son acumulativos, ya que cada generación aumenta el
vocabulario. Pero ese aumento se amontona en ediciones que ya nadie compra. En
la calle se comprueba que ese aumento en realidad es cruel reducción, y más
efectiva si es abreviada a niveles guturales.
E irrumpieron las redes sociales y los
jóvenes nos dejaron en paños menores. Ya no hay tiempo para ahondar en
detalles, de hecho, una particularidad que me llamaba la atención en 2002, al
arribar a este país es que mi interlocutor al comenzar a departir sobre un tema
en general, decía una frase introductoria y al llegar al meollo de lo que me
iba a conversar, lo cerraba con una palabra comodín que era “y tal y cual”. Hoy,
una década después es habitual que te dejen incompleta la historia con una
simplificación aún mayor que la mencionada, ahora muy sueltos de cuerpo te
dicen “y tal”, como si con ese tal estuviera todo dicho, todo comprendido. Pero
eso no es nada comparado con los mensajes que inundan nuestros jóvenes en la
red. La mínima expresión para una supuesta rápida comunicación. Y también nos
adaptamos, el animal de costumbre es cada vez más animal. A nuestro alrededor
nos sitian no más de doscientas palabras, estamos convirtiendo al vocabulario
en una especie en extinción o en una ciencia breve que cree ser concreta.
Y los jóvenes utilizan el argot -por
llamarlo de alguna manera- en la casa, en el club, en el trabajo, en la
universidad, en síntesis: en todo momento y lugar, salvo aquellos que entienden
que en cada situación no se puede aplicar la uniformidad que vamos
experimentando en crescendo. Algunos son capaces en una entrevista de trabajo,
contestar ante un requerimiento de aficiones, con un simple: sin más. Pueden
escribir mensajes cortos donde no se utilicen más los signos de puntuación porque
los dan por entendidos. Se olvidan de las haches, porque son mudas y no aportan
a la brevedad necesaria. Se usa con abuso la K, letra que antes tenía poco
movimiento, pero ahora es la síntesis de la sintaxis. Es exponencial el cambio del uso ortográfico y
parece peligroso, ya que el abuso ha instalado la sensación de que todos
debemos usarlo para que nuestros mensajes sean leídos y captados, y esto
determinará que el imaginario considere natural estos usos y, por ende,
correcto.
Algunos defensores de la juventud
aseguran que hoy en día se lee como nunca entonces. Porque leer no es vincular
con literatura, estamos todo el día en internet leyendo comentarios o foros,
buscando síntesis informativa en titulares o en lo que mi generación denominaba
bajada informativa. Leemos lo que se viraliza, somos capaces de llegar hasta el
final de ese mensaje cutre que habla de la felicidad o de sentimientos cursis, seguimos
tuiteros o tutoriales o linkeamos de forma permanente para observar lo que la mayoría
observa y comparte. Lo escrito en una pantalla es distinto a lo escrito en un
papel, porque la pantalla pondera un masivo alcance o impacto con una menor
exigencia intelectual. Y porque está demostrado que el patrón utilizado para
leer en pantalla tiene forma de F. Es decir, que no leemos linealmente, sino
que procedemos a una lectura horizontal en la parte superior de la pantalla
para a continuación efectuar con la mirada un segundo movimiento horizontal,
mucho más corto que escanea la información para considerarla útil o válida. Es
decir, que estos últimos siete párrafos escritos por mí, han sido escaneados y
descartados por improductivos y penalizados por excesivos. Hoy se lee por
pantallazos, no tanto por contenidos.
La vigencia de la lectura se antoja
esencial para no empobrecernos de manera extraordinaria. Arturo Pérez Reverte
comentó hace poco que en la lectura existe un proceso mágico que les permite
vivir dos vidas: la de su día a día, y la de los libros, que le permite
desarrollar la fantasía, alimentar la imaginación y fomentar la memoria. Reverte
aconseja llegar a la juventud con miles de vidas vividas y mil mundos
visitados. El joven culto del 2050 ha de ser distinto al de 1960. No acometerá
literatura clásica, pero accederán a una forma de cultura a través de
tutoriales o videojuegos, series o foros. Habrá que encontrar la manera de no
perder la vinculación cultural, porque a través de ella es donde nos
cuestionamos o donde creamos y crecemos. Mientras tanto, roguemos a la
divinidad que nos simpatice, que la cultura hoy desarrollada por los jóvenes que
parece aumentar la brecha de una manera hasta ahora universal por lo uniforme, permita
que, si bien sea marginal, sostengamos una cultura no como símbolo de
entretenimiento sino como el desarrollo del espíritu crítico, al menos hasta
que un día, yo desaparezca de este mundo.
Acabo de recibir un wasap de un grupo
de amigos, dispuestos a disfrutar las bondades de un domingo soleado. El
mensaje abunda en abreviaturas y en cambios ortográficos para poner dos o más
palabras en una sola. La brevedad del mensaje invita a disfrutar a “tope” el
dia, y lo más factible es que cuando nos encontremos, y luego de los saludos de
rigor, nos dediquemos a resumir nuestra semana en dos o tres mensajes virales o
cambiar la síntesis de nuestros mensajes por un silencio que, si bien no es incómodo,
denota que son ya pocas las cosas a compartir, sobre todo cuando la temporada
futbolera ha finalizado. Por las dudas, en la mochila llevo un libro, ya que
nadie me ha de considerar un mal educado. Por el contrario, aumentará mi fama
por ser un tipo que habla largo e inadaptado a los tiempos que corren, mejor dicho,
que vuelan….
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