“En la inquietud y en el esfuerzo de
escribir, lo que sostiene es la certeza de que la página queda algo de no
dicho”.
Cesare Pavese.
A veces me pregunto porque me gusta
ver en el metro, en una reposera en la playa o en un banco público a una
persona leyendo un libro en papel. Me genera un magnetismo tal vez absurdo. Mi
mente valora positivamente ese gesto y le otorgo un bonus de confianza o
supuesta inteligencia, pasión o vocación a esa eventual persona a la que
observo leer. Es como si me dieran ganas de interrumpir su lectura, conversarle
y confirmar lo inteligente que es. Es quizás esta, una entrada más vinculada a
la terapia, pero la encuadraré -quizás para preservar mi salud mental- dentro
del ámbito literario. Luego de ese primer golpe de imagen, sobreviene la
curiosidad: saber que está leyendo. Ese dato tal vez defina el concepto de
inteligencia que me haga de esa persona. No hay algo tan motivador que
encontrarte a un desconocido que lea lo mismo que te agradó leer a ti. Esa
confirmación solo motivó dos conversaciones con extraños: una vez un señor me
preguntó a mí por “Emaus” de Baricco, y yo le consulté a una chica sobre “La
verdad sobre el caso Harry Quebert”. Estoy hablando de los últimos años,
supongo que tuve más conversaciones con extraños, pero hoy sólo me vienen a la
mente esas.
A los que nos gusta leer, nos gusta
saber que se lee a nuestro alrededor. He descubierto infinidad de autores que
no hubieran llegado a mi biblioteca si no hubiera sido por mi curiosidad por
saber que lee mi compañero de asiento. El arte de apuntar rápido en tu agenda
lo que el extraño lee, se ha convertido en un hobby interesante. Y el otro
detalle en el descubrimiento, es el tratar de deducir el mínimo indicio en su
expresión, en su respiración, en su concentración, de que lo que lee es bueno o
no. La cara de un lector, debería, por obligación, reflejar la riqueza de un
mundo interior. Supongo que la riqueza viene motivada por la posibilidad casi
certera de descubrir que ese extraño ha logrado la comunión con ese libro. Pero
creo que son apreciaciones de la imaginación de un lector compulsivo.
Es un placer conversar de literatura,
al menos yo me enciendo al recomendar un título o prestar atención sobre un
escritor que me refieren. Pero reconozco que a gente de mi entorno no le
interesa conversar sobre literatura, lo que no los convierte en personajes
extraños. Pero siempre los extravagantes somos los que acuñamos material de
lectura bajo el brazo. A mi mucha gente quizás no me conozca por mi nombre,
pero si por mi acento raro (ese hablar porteño que no desaparece), por mi
altura y porque siempre estoy con un libro bajo el brazo. Yo no me siento
especial por ese motivo, aunque me halaga que muchos me sepan recordar, y lo
hagan por la prolongación de mi mano y el libro. Pero tampoco considero
negativamente especial a aquella persona que no lee o no le interesa. Solo me
fastidian aquellos que fardan de que no les gusta leer o los eruditos que se
creen intelectualmente superiores porque han leído algunos títulos esenciales.
A mí la lectura me permitió descubrir
a otra persona dentro de mí. Me dio un don que cada tanto es un castigo:
aprender a apreciar la importancia de cada palabra en cada contexto. Es castigo
cuando el que discute contigo y no maneja esa cualidad dice algo que debería
haber razonado previamente, analizado semántica y sintácticamente, y comprobado
con un manual de sinónimos o antónimos si lo que dijo es lo que verdaderamente
quiso decir. Últimamente me duele comprobar que la mayor parte del tiempo
hablamos solo por hablar, y decimos casi por decir, porque razonar para saber
decir es un ejercicio que debe desgastar. Pero retomando, tengo muchos amigos
que no leen un libro y me parece bien. No los subestimo ni les rebajo la
calificación.
Muchos de mis amigos no tienen tiempo
para leer. El viejo hábito de leer de noche y en la cama antes de acostarse, se
está perdiendo. Quizás porque estamos demasiado cansados de lo trajinado en el
día y con la simple lectura de una carilla, se dan cuenta que no se concentran
o se quedan dormidos. Tal vez, porque Netflix o alguna serie o película
descargada al ordenador, nos haya quitado ese último reducto para la lectura.
Hay tantos quizás, otro podría ser que en el último momento del día ya no
tengamos ni fuerza ni motivación siquiera para el tiempo del amor, y aquí me
viene a la mente Cesare Pavese, figura intelectual recomendable de la primera
mitad del siglo XX, que se ha preguntado más de una vez si acaso un enamorado
no ha encontrado siempre tiempo para amar. Es que amar es más pulsión, ansiedad
pasión o acto irracional, y leer quizás sea lo mismo, pero para muchos que
desconozcan el placer de ese hábito lo definan como simple afición.
Solía regalar libros para los
cumpleaños. Pero últimamente estoy claudicando, es preferible obsequiar una
camiseta, más cuando se puede cambiar por tantas otras opciones en la misma
tienda. Pocas veces les he preguntado a mis amigos si han leído mi regalo, temo
ponerles en un aprieto. Porque la realidad parece dictar la norma de que si lo
han leído -y les ha gustado- ellos mismos te sacaran el tema de conversación. Y
el silencio tantas veces habla con mayor contundencia que la voz, y he
aprendido que regalar lo que a ti te gusta quizás es egoísta. Uno debe regalar
lo que le gusta al que le vas a obsequiar algo. Dicen que leer cambia a las
personas, yo creo que todas las personas cambian, lean o no. Lo que se
beneficia en los cambios de los lectores es el desarrollo de la mente, el
agregar una vida interior. Pero en el mundo que corre y no descansa de hoy, no
representa más que un gusto o un valor apenas agregado. Yo leo porque me gusta,
y quizás porque pienso que mi interior es lo más sano que tengo para ofrecer al
agresivo exterior. Pero eso puede ser apenas una mala definición literaria
impresa en alguna solapa como recomendación de lectura.
Una vieja amiga ayer me confesó que lo
único positivo que dejo su estancia por el paro (estar sin trabajo) fue aquel
ejercicio difícil de darse cuenta que no había nada malo de dedicarse a la
lectura en ese momento del día donde se supone que debías estar produciendo. Y
comprobó que producía, porque leer es una usina de producción, y entonces
matizó la espera por regresar al mercado laboral, con la ansiedad que genera
ese proceso, pero con la ayuda de la lectura a determinados momentos. Y sé muy
bien de lo que habla. La lectura me ha apoyado en momentos muy difíciles en esa
etapa tan dura que es el salir del sistema productivo y reinventarte para poder
regresar. He leído innumerables novelas a horas donde otros se dedicaban a
trabajar, y superé la posible vergüenza de estar dándome ese gusto a esas horas
no convencionales, cuando escuché a más de un trabajador quejarse de lo
improductivo de su tarea laboral. En ese tiempo, maduré bastante y tuve el
tiempo para leer y reinventarme.
Por aquella desgracia, comprobé que la
organización de un tiempo para la lectura es posible, no depende de la
organización de nuestro tiempo social. Depende del permitirnos encontrar algún
tiempo solo para leer. Quizás malgastamos el tiempo social, acudiendo a lugares
o conversaciones que no deseamos ir, pero la convención recomienda acudir.
Podemos organizarnos para encontrar el momento de la lectura meditada, como
debemos insistir para encontrar el momento para el amor, y no siempre al final monótono
de la jornada. Regresando al que no le gusta leer, no importa conocer el
motivo, no es necesario darle una calificación “interior” negativa. Un libro
puede ser mi mundo, y tal vez el tuyo, pero no el de todos. Al aplicar ese
criterio de apertura, yo al menos noto beneficios, nadie me puede obligar a
escuchar reggaetón o me puedo permitir darme el gusto de no conocer aún,
ninguna versión de “Despacito”.
El tiempo para leer siempre será un
tiempo bien robado. A mí me encanta robarle tiempo al tiempo. Tengo amigos y
conocidos que se lo hurtan para hacer deportes, para acercarse a un bar de
copas, para acomodar su figura en el sillón y ver la tele o prenderse al
ordenador. Todo puede valer, el secreto es si con esas acciones logramos
encender y alimentar nuestro interior para que prevalezca por sobre ese triste
e hirsuto exterior, que nos ha envenenado y acojonado y nos lleva a pensar que
todo es una perezosa obligación sin sentido. He llegado a la cuarta carilla, es
hora de ir al bar de Garbiñe a tomar un café, leer un poco de la biografía de
Kafka que he escogido de la biblioteca y luego hacerme una escapada a la playa,
lugar mágico donde puedo pasar horas tirado sobre una toalla y nunca me he de
preguntar si estoy perdiendo el tiempo. El tiempo es veloz pero la vida está
montada, a veces, de demasiado tiempo a nuestra disposición…
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