“En la inquietud y en el esfuerzo de
escribir, lo que sostiene es la certeza de que la página queda algo de no
dicho”.
Cesare Pavese.
A veces me pregunto porque me gusta
ver en el metro, en una reposera en la playa o en un banco público a una
persona leyendo un libro en papel. Me genera un magnetismo tal vez absurdo. Mi
mente valora positivamente ese gesto y le otorgo un bonus de confianza o
supuesta inteligencia, pasión o vocación a esa eventual persona a la que
observo leer. Es como si me dieran ganas de interrumpir su lectura, conversarle
y confirmar lo inteligente que es. Es quizás esta, una entrada más vinculada a
la terapia, pero la encuadraré -quizás para preservar mi salud mental- dentro
del ámbito literario. Luego de ese primer golpe de imagen, sobreviene la
curiosidad: saber que está leyendo. Ese dato tal vez defina el concepto de
inteligencia que me haga de esa persona. No hay algo tan motivador que
encontrarte a un desconocido que lea lo mismo que te agradó leer a ti. Esa
confirmación solo motivó dos conversaciones con extraños: una vez un señor me
preguntó a mí por “Emaus” de Baricco, y yo le consulté a una chica sobre “La
verdad sobre el caso Harry Quebert”. Estoy hablando de los últimos años,
supongo que tuve más conversaciones con extraños, pero hoy sólo me vienen a la
mente esas.