José Saramago
Tantas veces a uno le suceden cosas
en la vida que considera que son exclusivas y en realidad resulta que
representan un patrón, un hilo en común con tantos otros especímenes de esta
sociedad. A mí me disgusta hablar por teléfono; en cambio veo que hay mucha gente
amiga o conocida que prefiere largas conversaciones por esta vía. De un tiempo
a esta parte suelo sentir invasiva la irrupción de un llamado telefónico en mi
móvil. No lo entiendo, ya que tener una línea de teléfono equivale a una firme
intención de comunicarte. ¿Será que utilizo el teléfono de reloj, de
despertador, de almacén de fotos, de aplicación para resultados de fútbol, de
receptor de wassaps y mails o de plataforma para entablar un skype, qué me
olvidé de lo fundamental: El teléfono era el medio ideal para comunicarse en
tiempo real con otra persona a pesar de las distancias?
En una época me tocó trabajar de
teleoperador y ofició como un castigo divino hacia mi persona. Castigo doble,
convengamos. El primer castigo por el propio oficio, que debe ser uno de los
que casi todos consideran como trabajo basura. Y el segundo castigo resultaba
ser paradójico: para un tío como yo al que no le agrada conversar por teléfono,
debía cubrir su jornada laboral con un promedio de setenta o cien llamados,
dependiendo las horas trabajadas. Salía del trabajo y al sonar mi móvil o el
teléfono de casa, me invadía una sensación similar a la de tener que
transportarte de inmediato a un refugio antibombas ante el sonar de una alarma.
Alguna vez escribí sobre esta etapa de mi vida.
Hay estudios que confirman que las
llamadas telefónicas están llamadas a ser otra especie en extinción. En muchos
hogares la presencia del aparato de teléfono ya no existe. En mi caso, conservo
el teléfono fijo por dos motivos: A mi madre le da más tranquilidad que posea
una línea fija para ubicarme, aunque sea más práctico que me encuentre a través
del móvil. Y la otra cuestión, es que mi operador de internet asegura que para
tener fibra óptica y servicio de internet, necesito esa línea fija. Y a mí que
me encanta explorar sobre cuestiones filosóficas, literarias o mundanas, me
acabo de dar cuenta en esta misma línea, que nunca investigué si lo que me dijo
en su día mi operador de telefonía es real, o es uno de las tantas mentiras que
utilizan para "brindar" servicio.
Hasta hace poco, las llamadas
entrantes a mi teléfono fijo solo se referían a encuestas o teleoperadores, que
siempre te ofrecen lo que nunca necesitas pero ellos consideran que es
indispensable, tanto para tu economía como para tu inteligencia de consumidor.
Opté, al reconocer un teléfono oculto en el visor, por no atender. Si él se
oculta, yo me oculto. Pero rara vez suena para sostener una conversación
deseada. Para todos, salvo para un segmento de la población mayor, resulta más
conveniente o práctico comunicarnos a través de mensajería tipo wassap. Con una
frase corta y un emoticón, uno puede entablar la mínima conversación y lograr
su objetivo.
Existen encuestas que confirman que
preferimos la mensajería instantánea a la llamada telefónica. La gente con una
edad promedio entre 18 y 30 años, opta por enviar al día aproximadamente 80
mensajes en comparación con 12 llamadas telefónicas. Este resultado me
sorprende, ya que soy incapaz de realizar esas 12 llamadas en una quincena.
Pero viendo a mi alrededor, creo que es acorde con lo que observo. La gente
tiene la tendencia de comunicarse más cómodo a través del texto que con una
llamada, aún para el caso de gente conocida. Es normal en estos tiempos mandar
un mensaje para quedar con alguien, que llamarlo para programarlo. Y lo más
llamativo es que a veces, entre compañeros de trabajo, es más fácil escribir un
mensaje que levantarse y dirigirse a su escritorio para sostener una charla
presencial. Es un fenómeno que parece ir en aumento.
La duda radica en poder precisar que
se está dejando en el camino al optar por estas formas. Los jóvenes sostienen
que se gana, ya que los adelantos tecnológicos obligan a estar actualizados y a
la moda. Pero los habitantes de este planeta que frecuentaron el siglo
anterior, pueden considerar que estamos perdiendo habilidades interpersonales.
Existe una tendencia a considerar que estamos plenamente conectados con todo el
mundo, al mismo tiempo que reparamos que cada día estamos más aislados. Aún
creen algunos que sostener una conversación -tanto personal como telefónica-
posibilitaba al mismo tiempo poder sostener una conversación o comunicación con
uno mismo, es decir pensar, reflexionar y razonar, para actuar en consecuencia.
Y otra factor decisivo es poder sostener si estamos o no perdiendo habilidades
para transmitir emociones y redefinir el concepto de empatía.
Tenemos miedo de hablar, dudamos
cada día más en transmitir emociones, preferimos escribirlas. Perdemos las
referencias, mostramos la indignación o solidaridad a través de una acción
virtual viral que con la contundencia de la presencia masiva. Es factible que,
hartos de convocatorias que han resultado un engaño, recurramos a la tecnología
para difundir una imagen o video contundente que en la presencia del cara a
cara, siempre habrán de minimizar, justificar o negar. Es factible que la
incomunicación de hoy sea fruto y consecuencia de la manipulada comunicación
masiva del ayer.
Y tantas veces a nuestros seres
queridos dejamos de hacerle una llamada para desearles un feliz cumpleaños o
recordarle un aniversario. Quizás nos demoramos más en encontrar una postal
virtual o una foto viral que represente el momento, que en marcar -aunque ya no
marcamos, estamos totalmente entregados a la tecnología, que memoriza y marca
por nosotros- su número y dedicarle al menos un par de minutos en una
conversación. También estamos tendiendo a evitar la comunicación cara a cara a
la hora ofrecer una contención o una disculpa. Evitamos presencialmente el
dolor ajeno, un emoticón representa mejor la realidad de los sentimientos
humanos. Dejar un mensaje de texto parece ser menos doloroso para el que lo
envía. En todo caso, el receptor ya cuenta con el dolor propio por lo que le ha
acontecido, para él es inevitable vivir ese mal momento, da la sensación que no
es necesario que ese mal trago sea compartido. Lo mismo sucede con un
cumpleaños: ya no es necesario fingir una emoción o entusiasmo que no se siente
realmente.
Estamos perdiendo la capacidad del
contacto personal. Si no me lo creen, no hay más que aceptar una invitación a
un grupo de personas que se reúnen familiar, laboralmente o para rememorar
alguna efeméride. Luego de la emoción del reencuentro y de las palabras donde
cada uno actualice sus realidades, lo que sobrevendrá será una sensación de
estar más pendiente de lo que pueda suceder con el teléfono que con lo
presencial. Lo llamativo es que a través de las redes sociales o de los grupos
de wassap generados previamente para la planificación de algún evento, las
partes se muestran más entusiasmadas o participativas que lo que luego sucede
en el espacio físico real compartido. Existe un problema evidente para sostener
una conversación interpersonal, somos una sociedad con un pronunciado
aislamiento social.
Habitamos más y más tiempo en un
mundo de fantasía que el real. Y las veces que debemos recurrir a una
intervención social, solemos salir de ella con una sensación de vacío o
descontento. Nuestros menores y adolescentes futboleros creen que la habilidad
viene determinada por la play station, e intentan imitar movimientos, festejos
o reacciones, y no comprenden que el principal secreto para el éxito deportivo
proviene del esfuerzo físico, de una actitud en valores y en la solidaridad del
conjunto. Si sumamos las intervenciones deportivas que los niños sostienen
frente a un monitor, nos daremos cuenta que supera en exceso con aquella
interacción personal. Estamos generando deportista de sofá, se los está dejando
sin posibilidad de conocer la importancia de pertenencia a un grupo. Sus
opiniones o razonamientos están más cercanos a esas comunicaciones híbridas o
imágenes virtuales que se compaginan tecnológicamente en los videojuegos que en
la propia experiencia o las de sus mayores.
Y estamos sufriendo una notable
transformación en la manera de comunicarnos. Se crean nuevos códigos de
lenguajes, representado por los chats. Antes de la irrupción tecnológica no se
escribía tan mal, y lo peor es que comenzó de forma deliberada con el sentido
de una comunicación más fluida y abreviada,
y se convirtió en el uso oficial de transmitir "cultura". Lo
que comenzó como el lenguaje del chat derivó en la deformación y eliminación de
gran parte del lenguaje. Releyendo cualquier tipo de mensaje escrito en las
redes o foros, confirmamos que los jóvenes tienden a ser inexpresivos y
balbuceantes, echando recurso de poco más de cincuenta o cien palabras y un sinfín
de onomatopeyas o tópicos utilizadas en todo momento. Más de una vez me muerdo
por no corregir a mis interlocutores de las barbaridades que exhiben por
escrito; y lo más duro es cuando lo expresan dentro de un ámbito de conversación
digamos que "filosófica", trascendental, o abierto a personas
desconocidas, donde no hay vergüenza o sonrojo por un error ortográfico, se desconoce la regla
oral o escrita y se ampara en que lo importante es lo que se comunica, y no
interesa el ruido que el horror genere, eso es producto de una "educación
obsoleta".
Caminar por las calles, viajar en
medios de transporte públicos, convivir familiarmente o en grupo de amigos, nos
permite ver la confusa realidad de cabezas agachadas conectadas a la pantalla
de un teléfono. La irrupción del smartphones, allá por 2011, puso patas arriba
la interconexión, pasando de ser una sociedad imperfecta basada en lo personal
a ser una sociedad imperfecta basada únicamente en lo que pasa en la red.
Regresando a "Ensayo sobre la ceguera", de José Saramago,
"iremos viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más
ciega cada día porque no tendré quien me vea", así todo, cierro otra
entrada del blog confiando que las cosas sirvan para algo, más allá de
cualquier obscurecimiento.
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