“Conviene
siempre tratar de ser interesante más que preciso, porque el espectador todo lo
perdona, salvo la pesadez.”
Jean
François Marie Arouet - Voltaire
Todos creemos imaginar porque a la
ira, miedo, grima, vergüenza o tristeza se les denomina emociones negativas.
Pero la mayoría equivoca al interpretar esa palabra “negativa”. Lo que debe
querer significar, si mi interpretación no es errónea, son aquellas emociones
incomodas o desagradables que se instalan en nuestro ser y que nos obliga a
razonar planes o comportamientos para encauzar, aliviar o solucionar el problema que generan dichas
sensaciones. Y si se fracasa, convivir con esa sensación.
Yo soy de los que acaparan vergüenza
o tristeza. Desconozco si he utilizado o no, diversos planes para solucionarlo,
pero es verdad que tengo una tendencia a entristecerme, camuflada en nostalgia
infinita ante perdidas o carencias propias o ajenas; y la vergüenza fue mi caballito
no resuelto en mi personalidad. Siempre se disfrazó de timidez, pero ya
bordeando los cincuenta, reconozco que si bien, hay una pequeña dosis de
timidez en mí, lo que predomina es una profunda sensación de vergüenza que se
enmascaró de opacado. Y no me dejó verlo. A veces creo que no fui tímido, fui vergonzoso,
cómodo o cagón. Y no significa que a veces, en la actualidad, no lo siga
siendo.
Y también se me acusa de ser
demasiado serio, y yo no lo tomo como un sentimiento negativo. Por qué además, no
es verdad, se lo pueden consultar a mis amigos íntimos. Soy un inmaduro tardío
para algunas cosas y precoz maduro para otras, con un sentido del humor algo
infantil, que la adultez muchas veces te obliga a ocultar, como sucede con la mayoría
de los sentimientos. Ahora sí, al momento en que me piden que en una foto
fuerce la sensación exagerada o estereotipada de alegría, felicidad o mueca, me
saldrá un gesto de lo más inoportuno (y creo que ex profeso) que le dará a mi
semblante una sensación al fotógrafo, que mejor saque la foto y salga pitando.
Lo mismo pasa en una reunión en la que no me siento a gusto, mi cara de
felicidad es una mueca patética que me instala en la vergüenza, otra vez, en la
propia. O también, en la de mis acompañantes.
Y creo que todas estas emociones que
queremos negar, cumplen una función. Y son varios los amigos que me han
regalado un elogio tal como ser demasiado abierto para compartir mis
sentimientos. Y es verdad, siempre comparto lo bueno y lo malo, trato sin excesos
en ambas orillas, pero es claro que ser contundente sobre sentimientos
negativos puede ahogar al compañero de turno. Pero no sé cómo y porque lo hago,
porque creo que no nos suelen enseñar cómo afrontar nuestros sentimientos. “El
hombre no llora”, “No tengas miedo, hombre”, “Vergüenza es robar”, “No me
vengas con sensiblerías”, “No es momento para chistes”, son frases que están
siempre cerca de uno, siempre tenemos a alguien dispuesto a utilizarlas en
forma terminante, para condicionarnos.
Sobre estos parámetros, las
sociedades modernas trataron de inculcar que la felicidad lo es todo. Aún por
encima de la lógica y la razón. Y en esta últimas dos décadas, parece que los
logros personales solo están vinculados a esa felicidad de consumo, de acaparar
sea o no imprescindible o necesario. De acaparar y mostrarlo, como testimonio
fundamental de éxito. Todos se retratan en la felicidad, y piensan que prosperidad
es un sentimiento eterno de sentirse bien, de mostrarse pletóricos, sonrientes,
vamos, como habitante de un book fotográfico o de publicidad de pasta
dentífrica. Las emociones negativas son consideradas obstáculos. Pero existen
hace millones de años, y crean o no, han sido útiles para la supervivencia de
especies.
Crecimos bajo un parámetro cultural,
donde nos asociamos con los cercanos y nos diferenciamos del que desconocemos.
¿Cuántas veces al hablar de una determinada cultura decimos que no expresan
sentimientos o no saben trasmitirlos? ¿Y podemos creer que es verdad, que un
humano sea de la raza o cultura que sea, no expresa sentimientos, ni sabe cómo
hacerlo? Si las expresiones de esas emociones son universales: ¿Qué cara pones
ante el dolor? Es igual de convincente en cualquier cultura, lo que ha de
cambiar es la exteriorización o la capacidad de tomar conciencia de nuestras
emociones. Observando las facciones podemos distinguir sutiles diferencias,
pero no entre culturas, sino entre los nuestros mismos. Observen una sonrisa
espontanea de un ciudadano común y la sonrisa social de un político en campaña
del mismo país: ¿Es cultural la diferencia? Una cara nos puede engañar, y el
político lo que hace es solo manifestar sus emociones supuestamente positivas.
E imitando a los políticos y a los
publicitarios, la tendencia es querer mostrar solamente nuestra cara agradable,
aún cuando sea impostada. Porque solemos pensar, equivocadamente, que debemos
estar bien, pletóricos, felices y eternamente satisfechos. Lo único que suelen
lograr es darle la espalda al verdadero sentir emocional, que visto de alguna
manera, puede ser más intenso que el concepto de felicidad que nos persigue. La
normalidad muchas veces es símbolo de estabilidad, la sonrisa espontanea puede
representar el culmen de felicidad de un momento de estabilidad.
Nuestras emociones forman parte de
un proceso natural, nos pasa a todos en distintas proporciones. Pero hay
algunos que prefieren no exteriorizar esos momentos dubitativos. Prefieren
dejar de ser ellos mismos para mostrar una faceta que se nota que es de
distancia. Y otros, sin estrategia marcada, optan por la naturalidad. Y la
naturalidad pasa simplemente, por mantener una calma posible ante los sucesos.
Esta gente suele tener la virtud de poder gestionar con habilidad las
debilidades emocionales suyas y las de sus seres cercanos. Y eso, genera el
mejor de las emociones positivas: Empatía.
La literatura se nutre esencialmente
de las emociones. Desde Sófocles hasta cualquier integrante de la tradición
literaria universal, han volcado en sus páginas, de diversos géneros, voces
sobre el amor, odio, ingenio, indiferencia, ansiedad, miedo, terror o dolor. Si
bien el amor y el humor son las referencias emocionales más fácilmente
detectadas, la realidad dicta que dos terceras partes de palabras que refieren
emociones, están destinadas a las consideradas negativas. Es que el gran
secreto de la literatura pasa por plasmar la enorme insatisfacción y
frustración que regula la vida. Sin ir más lejos, hoy mismo un mismo reportaje
visto en La Nación o en El País, a la escritora Rosa Montero, le permite
confesar que “se escribe para darle un sentido al sinsentido de la vida y de la
muerte”.
Es ambigua la relación entre un
escritor y su público. Si bien la gente declara preferencia a las emociones
placenteras a la hora de planificar sus lecturas, existe un enorme porcentaje de
ventas que consagran la tragedia o el drama, como joyas de la literatura
universal. Y una de las posibles respuestas a este fenómeno, es que la
literatura genera la empatía que nos permite reconocer las emociones ajenas
existentes en el mundo. Al mismo tiempo, podemos tomar conciencia de nuestras
propias emociones.
Franz Kafka fue quizás, el escritor
más revelador del siglo pasado. La importancia de su literatura siempre
presentó la impotencia del ser humano sobre lo externo, un estado permanente de
frustración humana. Ese dolor que reflejaba en sus páginas fue ofensivamente
considerado para algunos como absurdo, y para otros un elogio muy particular:
Kafkiano, que en realidad es sacar a la luz un mundo interior enrevesado, cosa
que muchos no nos animamos, y tampoco contamos con ese talento.
Siempre se lo estereotipó como un
personaje débil, se basaron en su debilidad física y su insatisfacción crónica,
además de su neurosis y una auto exigencia flagelante. Pero otra manera de ver
sus lecturas es la fortaleza de trasmitir una visión propia sin remilgos,
liberar los temores más profundos, contando lo que deseaba contar con una
intensidad inimitable. Lo paradójico de su obsesión o auto exigencia fue que
solo dio por terminadas 350 páginas, dejando inacabadas 3.500, 3 novelas entre
ellas. Frank Kafka fue inmensamente grande, en mi opinión, porque representó
como nadie la frustración humana. Y sus emociones negativas han plasmado quizás
las páginas más creativas y metafóricas.
Lo que para muchos es absurdo, para
Kafka fue solamente realismo. Explicó como nadie las metamorfosis que sufrimos
a diario, que nos transforman aún en el mismo día, en personas diferentes. Pero
a la hora de interactuar con nuestros grupos sociales, debemos mostrar la única
cara posible, la de la plenitud o éxito continuo, con una estricta pauta de
valores aceptables o inaceptables. A pocos días de festejar una frase “positiva”
de algún conocido en las redes sociales con su consiguiente cataratas de “me
gusta”, de observar con envidia casi religiosa una selfie dotada de
originalidad y felicidad, o leer un mensaje de positivismo con enseñanzas de
vida exitosa, podemos presenciar el desmoronamiento inmediato en su
personalidad, con frases del calibre “Esto no hay quien lo aguante” en la
intimidad muy cercana, lo que nos sorprende y nos lleva a preguntar, como
niños, ¿Pero no era feliz y exitoso esta persona?
Kafka tuvo su reconocimiento años después
de su muerte. Puede ser que en vida, la propia Praga que lo empapela como su
hijo prodigo, le considerara el adalid de las emociones negativas. El mundo
puede estar plagado de estos seres, que bajo una apariencia de contradicción permanente
en la aceptación y difusión de sus emociones, existen desde que el hombre
conoció el dilema de la vida, y vaya paradoja, suelen ser los verdaderos
motores de un cambio.
“Reflexionar
serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.”
Frank
Kafka
“La
infelicidad, al menos de ese tipo que primero se reconoce, luego se examina y
después pasa a ser objeto de tristes meditaciones, constituye todo un lujo
espiritual.”
William
Robertson Davies
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