Tu nombre
me sabe a yerba
de la que
nace en el valle
a golpes
de sol y de agua,
tu nombre
me lleva atado
en un
pliege de tu talle
y en el
biés de tu enagua.
Joan
Manuel Serrat – “Tu nombre me sabe a hierba”
Alguna vez, algún sonido me devuelve
la imagen del afilador. Y al mismo tiempo, me reinstala en aquel barrio de
Belgrano que, increíblemente, retengo intacto en mi memoria. Ese curioso
personaje que desconocía que estaba imaginando sin patentar, el futuro uso de
la bicicleta estática, sorteaba la quietud de las calles con un sonido
particular, que transitaba del agudo al grave, y luego de un silencio de
respiro, lo repetía a la inversa. El sonido lo generaba al resoplar una mezcla
de flauta o armónica de tres agujeros, que se llamaba chifle.
El regreso al pasado también me lo
brinda algún comercial publicitario reciclado. Supongo que el marketing lo
atrae, ya que cuando todo esta testeado y recontra inventado, es bueno regresar
a los primeros acordes fundacionales; y entonces, con la presencia cercana pero
distante de una radio en casa (que no es radio convencional, sino radio en
directo a través de internet), te detienes porque reconoces esa melodía que era
tan habitual en tu rutina casera hace cuarenta años, y se transforma en un
ruido inmenso que remueve y remueve: “Vaya, si es la melodía de soda Ivess, si
hasta me acuerdo aquella letra”. Y tarareándola me asomo al balcón de casa como
para recordar el paso del sifonero por las calles del barrio, los martes y
viernes, y vaya curiosidad, extraño el rito de separar los envases vacios
dentro del esqueleto de seis o diez sifones. Y sigo asomado en el balcón de mi
casa de ahora, que está en Breda, Holanda, y no creo que haya alguien cercano con
el que pueda compartir mi memoria.
Y si sigo con el oído, un sábado a
la tarde noche, mientras busco un clima de encanto que certifique la magia que
tiene el sábado, me sorprenden mis ejercicios en el balance board, para sostener
mis delicados ligamentos dañados del tobillo, cantando con furia un tema de
Adriana Varela, que en realidad debe representar a mis viejos, más que a mí.
Porque le canto con ganas al Polaco Goyeneche, al negro Juárez y a Pichuco,
todos personajes míticos del tango que nunca conocí, salvo por el continuo
comentario de mis mayores. Pero parece mío, mientras juego al constante
equilibrio del ejercicio, grito con la nostalgia del que todavía no logra
adaptarse al cambio, “Garganta con arena”, en la voz increíble de Adriana Varela,
tema que compuso en 1994 un Cacho Castaña que nunca me gustó.
Y en este revival que transito en
adaptarme a territorio holandés, compruebo que estoy en el mismo lento proceso
que hace trece años, cuando arribé a una Plentzia que me parecía tan extraña,
tan difícil, tan de otros, sin llegar a saber que al final, sería tan mía. Y
recuerdo el abrir de mis dos escasas maletas, para guardar más que ropa, todos
mis recuerdos anteriores permitidos en sesenta kilos, e invocando un dolor
similar a la euforia que me generaba constatar que los libros de José Saramago
estaban en perfectas condiciones, que no se habían arrugado en el trayecto, y
lo que es aún mejor, mantenían ese olor increíble, que no sé porque, yo solo
relacionaba con mis padres. No con aquellas viejas librerías, cada vez más
arrinconadas por el avance insensible de las grandes cadenas, sino con el
comedor de la casa de mis viejos, y más aun, con papá releyendo por cuarta vez
el periódico, y con mi vieja en el transitar sin pausa de un lado al otro de la
casa, preguntando si alguien necesitaba algo.
Y me encuentro una década después,
desarmando como veinte cajas de libros. Pero sólo pongo especial esmero en
aquellos quince o más volúmenes de Alfaguara, que contemplan la colección del
maestro portugués. Y al abrir por la mitad “Todos los nombres”, el olor de
libro añejo me devuelve el orgullo de que por casualidad, escogí a Saramago por
una portada bien diseñada. Es la primera vez que felicito al marketing, aun
cuando el genio de Saramago merecía ser descubierto por lo increíble de sus
letras. Y vuelvo a oler ahora aquel libro, quizás porque si me sostengo en el
pasado, se me haga más sencillo el presente. Y me apoyo en las letras
inmortales de un hombre que murió el 18 de junio de 2010, es decir que ya está
por transitar el quinto año, y aún así, continua sosteniéndome. Debe ser por
eso que hay gente inmortal en este planeta.
Siempre pensamos que la vista y el
oído son los sentidos que mejor contienen nuestras emociones cotidianas.
Estadísticamente hablando, y sin detenerme a comprobar estos guarismos, dicen
que sólo recordamos el 5% de lo que vemos, el 2% de lo que escuchamos y el 35%
de lo que olemos. Y quiero creer que es cierto, porque si abro uno de los pocos
El Gráfico que rescaté de veinticinco años de colección, recuerdo mi
adolescencia, y si me concentro, puedo olfatear aquellos tres armarios repletos
de revistas. Y si abro con cuidado aquella vieja edición de El quijote, se que
recuerdo el autobús 65 y el olor del motor recalentado de la última fila, donde
casi adulto, me refugié para volver a leer al genio de Cervantes. Y daría
cualquier cosa por tener a mano una edición de “Anteojito” o “Billiken”, porque
seguramente podría olfatear el recuerdo de la casa de mis tías, y si dispusiera
de alguna revista de “Patoruzú” ó “La pequeña Lulú”, seguramente las
encontraría a las tres juntas, y el recuerdo invisible pero siempre presente,
de mi tía Chiche, que me recibía en su casa con algo para comer y beber, y
también para leer o releer.
El olor a libro o revista debe ser
el más intenso que sostengo. Me hace sentir bien, me arropa de seguridad. No es
el único aroma que me genera tranquilidad. El olor de grano de café me recuerda
siempre a mi viejo, llegando a la oficina y preso de su ansiedad, tomando el
primero de los tantos cafés solos de la
jornada publicitaria. Y yo que solo podía acompañarlo con un café con leche, ya
que ni de un cortado podía disfrutar en aquel momento. Y ahora si sospecho que
hay una fragancia cercana al grano de café, recuerdo mis días en el bar, donde
para algunos, era él que mejor café con leche preparaba. Y dónde por primera
vez imité a mi viejo, una tarde de lluvia, dejando de lado el con leche en vaso
para animarme con mi primer café sólo. Y si me tengo que acordar del grano, me
acuerdo de mi amigo Alberto, tomando juntos un expreso en su Cesano Maderno, y contándome
la diferencia del café italiano con el resto, donde lo concentrado se valora
tanto como un buen perfume.
Y la palabra perfume me devuelve al
olor, no solo al de mi edición de aquella novela de Patrick Süskind, sino
también a la increíble y hasta ahora inusitada manera de escribir con la
perfección de no estar leyendo, sino oliendo una historia. El personaje
principal, Jean Baptiste, presa de un olfato prodigioso, le lleva a crear los
mejores perfumes, con el contrasentido de no disponer él de un olor propio. El
afán de crear un perfume que permita que todos quieran poseerlo, deriva en
situaciones macabras. Pero el olor está en todo momento instalado en la
lectura, el hedor de la ciudad, en el lugar de nacimiento, en el aroma de un
perfume o de una joven virgen, la historia permite que todo el tiempo todo
huela a algo, bueno o malo, pero siempre comparable. Y volver a oler aquella edición
de “El perfume”, me permito recordar la envidia un tanta insana de sentir que alguien
puede contar lo incontado, apoyándose solamente en el sentido olfativo.
La sala de mi casa en Breda luce a
través de los libros. Viejos o nuevos, me aportan no ya conocimiento, sino contención,
pertenencia. Acorralado por la escasa presencia de material inédito (me
sostienen solo veinte títulos sin leer aún), pienso que sucumbiré en breve a las
ediciones electrónicas de lectura. Y repasando opciones, precios o conceptos
que me permitan abordar la traición al papel impreso de recuerdos, un dato del
marketing me retrae, me hace pensar en resistir, ya que en breve me visitará algún amigo desde
Bilbao o de Buenos Aires, que además de acercarle a Fer el cartón de
cigarrillos o el paquete de yerba mate, a mi me permita acceder a cuatro o
cinco títulos más de pasión diversa pero curativa. El dato menciona al marketing
olfativo, es decir crear un olor artificial que permita recordar la marca,
practicando un branding olfativo o estrategia de ventas basada en la
experiencia. Y pienso en los hijos de mis amigos, que habrán de relacionar sus
vivencias de la niñez con algo que no es 100% genuino, sino comprable a través
de Amazon.
Solemos comprar libros para acaparar
vivencias, para atesorar momentos, para tener siempre a mano un párrafo cómplice
de nuestro pensamiento, pero también lo hacemos para poder recordar el paso de
nuestros tiempos. Nos amparamos en la tinta y los caracteres de las novelas de
Verne o Salgari, para recordar aquel niño que quería ser aventurero, y que ya no nos pertenece.
Coleccionamos a Cortazar, Onetti, Borges, García Márquez o Vargas Llosa para sentir que
adoptamos una identidad o para defendernos en el presente avasallante de
carencias, con un pasado de desarrollo de ideas. Suspiramos a través de William
Shakespeare para creer que podemos llegar a ser poetas. Y hoy colecciono a Alessandro Baricco, Philippe Claudel, Antonio Muñoz Molina o Javier Marías, para darle un respiro a Saramago, y que tenga algún
compañero en mis anaqueles, para que el fanatismo no sea tan desmedido, tan de
uno solo.
Cierro “Todos los nombres” y me
acuerdo de una amiga de la infancia que comparte la pasión por Saramago. Me
encantaría charlar con ella. Vuelvo a su lugar ese libro de José y otra vez un
ruido me aleja en parte del sentir olfativo. Es un wassap de mi amiga Sarah,
donde me informa la suerte de los Prebenjamines plentzianos en su encuentro de
visitante ante Lagun Artea. De momento pierden 5-3 y me vuelve una ráfaga de
olor, aquella tormenta que alguna vez escribí y donde convertimos un 4-0 en un 4-5
heroico, de niños de entre 5 y 6 años, que quizás tarden años en encontrar un
olor que les permita entender como permitieron a sus padres y entrenadores
sacar pecho ante la proeza, y sentir que aquella tormenta de lluvia, viento y
caucho hasta en las medias, acercan una fragancia exquisita, que ojala pudiera tener hoy instalada
en mi chubasquero y en aquellas zapatillas blancas, que antes de abandonar el
País Vasco, deje en el contenedor de la basura, porque ya no se sostenían de
tantos agujeros de seguir pateando un balón.
De momento creo que lo digital no
huele a nada, el Ctrl, el alt y el enter parecen ser inodoros, cada tanto el repaso con
alcohol en el teclado, nos permite asociar las refriegas maternas ante el dolor
de tripa. De momento lo digital no huele a nada, pero es de esperar que dentro
de cuarenta años, mientras haga un último repaso a mi pasión por la escritura,
me devuelva a esta mañana de Breda, y con una sonrisa pueda confirmar que me
costó adaptarme, pero nuevamente lo hice. Y así, hasta que el olfato me acompañe…
“En el recuerdo, todos los perfumes
son imperecederos.”
Patrick
Süskind – “El perfume”.
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