“En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer”.
Virginia Woolf
Algún día deberíamos encarar filosóficamente y con sinceridad que es lo que nos hace humanos, no necesariamente mejores. Cuáles los parámetros y reglas. Saber convivir reconociendo las diferencias y que dicha palabra no signifique otra cosa que todos somos diferentes y no remita a una falta de acuerdo o disputa estéril. Comencemos por reconocer que no somos iguales y que eso no es un inconveniente; reforcemos la idea sincerándonos que no existe idea más antinatural que el natural deseo de ser iguales. La igualdad debe estar asociada a la ética de un dialogo. Y hoy no nos estamos escuchando porque para enfrentarse a un sordo se elige gritar hasta perder la voz y en ese intento, tampoco escuchar a los que están hartos de esos dos bandos.
Hay cosas que son difíciles de encarar. Nos abruma ser políticamente
correctos, los que nos transforma en incorrectos camuflados. Se elige el
discurso simplista y nos encontramos con extraños y bastante rancios o bordes
que dicen que hablan en nombre de todos los hombres y mujeres, sin representar
ciertamente a ninguno de los géneros. Con ese combate militante tantas veces se
sospecha que lo que se está logrando es un hartazgo general que en vez de
disolver las diferencias, las siguen multiplicando, ralentizando la dinámica que
existe, que es la de hacer insignificante la diferencia. Para algunos no existe
la simpatía hacia un machista o feminista, lo que existe es la seducción por la
gente interesante. Y andamos escasos de esos especímenes y no suelen ser interesantes
en absoluto aquellos que aprovechan cualquier conversación para militar la diferencia.
Hay ámbitos para eso, pero eligen generalmente al que está educado -dentro de
lo posible- para atizarle con la diatriba.
Duele comprobar que el odio a la mujer y la voluntad férrea masculina
de controlar su existencia goce de bastante buena salud en estos días. Suena inconcebible
sobre todo porque formamos parte de una sociedad que se miente a si mismo cada
vez que puede y le dejan. Somos procaces a traicionar los ideales que decimos
defender. Pocos hacen uso de su buen juicio y reconocen ser machistas. Y los que
lo hacen se vanaglorian retrógradamente de ello. Lo mismo sucede cuando una mujer
tiene enorme personalidad y buen juicio, pero al no sentirse feminista a la vigente
usanza es cuestionada por el movimiento como traidora. Una enorme mayoría quiere
ser lo que hay que ser, pero a veces no entiende o no tolera el tipo de consigna
que le quieren imponer. La diferencia es muy ancha aún pero se va acortando,
tal vez a un ritmo que muchos quisieran modificar.
La igualdad es en realidad una noción radical que no todos comprenden
en su necesaria exigencia. Que alguien pregone su entrega convencida a la igualdad
no significa que la vaya a llevar a la práctica. En estos tiempos de hipocresía
subsidiada, todos somos ecologistas, innovadores, feministas y humanistas pero
nos delatan nuestros actos, actitudes o juicios. Resulta complicado
interiorizar nuevos conceptos, cambiar sobre la marcha y actuar con coherencia.
Por eso actuamos fuera de concordancia con lo que proclamamos. Ese lenguaje políticamente correcto que adoptamos
por conveniencia solo maquilla el eludir un compromiso de constancia. El que
trata por igual a su semejante no ha recibido instructivos, solo la naturalidad
de una educación bien dada. Al resto, se le da de fabula cambiar las palabras
pero no tanto los hechos. Por eso se milita con intolerancia, de ambos bandos.
La lucha de genero es un motor de disputa a lo largo de la historia
casi a la par que la lucha de clases. De tanto luchar a veces parece una
quimera el ideal de vida, reemplazado por luchas intestinas de complacencia y
resignación. Con una mano en el corazón, creo que la mayoría estamos hartos de
tener que persuadir contra la misoginia, violencia, acoso o discriminación. Anhelamos
un sistema que privilegie la competitividad y el pensamiento a largo plazo pero
vivimos en un mundo mezquino de ideas a cada vez más corto plazo, sin
continuidad y con una crueldad que asusta. Y un individualismo que se
generaliza que nos hace indiferentes, escasos en ideales y con el convencimiento
visual de que caminamos sin dar pasos. En ese mundo ideal sería difícil que
alguien someta al otro a su voluntad, y que exista tan claro la división de
victimas y verdugos, oprimidos y liberales. La mujer suele cargar con la ficticia
herencia que algún iluminado decretó como pecado original y contó con el
secular resentimiento varonil. Y todo proveniente de un panfleto que llaman
literatura y que se le dio la entidad bíblica. La más misógina de las
literaturas nacen de la frondosa imaginación de que un género puede ser producto
de la costilla del otro. La mujer no es débil, algunos seres humanos son débiles.
Y no estoy hablando de fuerza bruta.
“El más mediocre de los varones se considera frente a las
mujeres como un semidios” fue una frase inmortal utilizada por Simone de
Beauvoir para situarnos en el siglo pasado entre oprimidos y opresores. La
militancia no debería ser la subversión de las ideas, sino la constancia de un
ideal respetando a los respetables. La sensación es que esa lenta naturalidad
que vamos consiguiendo entre todos -con una puesta en escena importante de
muchos referentes en el tiempo- no alcanzará para erradicar la guerra de los sexos,
donde una mitad siga doblegando a la otra; la sensación es que no habrá armisticio
y ambos bandos están forjando estrategias obtusas que a lo mejor encuentren la solución
solamente con la disolución de los bandos. Es triste saber que de a ratos nos
merecemos la extinción…
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