“La primera mitad de nuestra vida nos
las estropean nuestros padres; la segunda, nuestros hijos”.
Clarence Seward Darrow – Escritor y
abogado americano.
Aunque no lo queramos, a todos nos
definen con un nombre dependiendo de que generación seamos y la década que nos
precede. Si bien cada uno de nosotros aspiramos a la particularidad, se comprende
que sostenemos características que nos hace tribal con otros con generacionales.
La ciencia determina el nombre de cada generación asignándoles características que
los definen. La mía se trata de los nacidos en la Generación X (naturales entre
1965 y 1979) pero la entrada de hoy trata de un tema que es trascendental y que
se nota en la inmadurez cada vez más notoria en las jóvenes generaciones. Para ser
justo, no escribiré sobre la Generación Z (los nacidos a partir del 2000 y como
únicos referentes de la cultura nueva de nativos digitales) sino la de sus antecesores,
comenzando por los Milennials o Y (nativos entre 1980 y 1999).
Quizás no sea justo radiografiar a
este segmento generacional sobre la base del tema a tratar ahora, pero trabajando
con niños o jóvenes fascina por la fragilidad emocional que ellos presentan a
partir de momentos de cambios o el escaso tratamiento que pueden ejercitar a la
hora de gestionar la frustración. Estos jóvenes de la generación Z podrían ser
los mejores adaptados y preparados para vivir, pero flaquean en su mayor parte
en lo emocional, en su estima y no pueden disimular su fragilidad para
manejarse con independencia. Los niños de esta generación Z rara vez se
divierten solos, necesitan de la permanente presencia de sus mayores para
motivarse y lograr una continuidad de objetivos. Se valoriza en efecto sobre
estas características preocupantes, pero hay un punto en común que generó un
quiebre llamativo entre el mundo de los baby boomers o generación X -es decir
del siglo pasado- con aquellos que nacieron a finales de ese siglo XX pero hoy
reniegan o desconocen los valores, virtudes y defectos de aquellos fósiles
vivientes que somos aquellos que estamos atrapados entre dos siglos tan diferentes.
Los milennials tienen un enorme
compromiso social aunque descreen del sistema político que nos rigen. En eso
tienen razón, la corrupción y desidia que nos gobiernan obligan a descreer
hasta al más demócrata de los mortales. Pero para poder revertir ese
desencantamiento o hartazgo que generan nuestros sistemas dominantes, nada han
podido inculcar en sus hijos. Estos crecen bañados en el mismo concepto escéptico,
pero peor aún. A causa del miedo permanente de que a sus hijos no les pase
nada, logran que estos al entrar a la adolescencia o juventud les pasen muchas
cosas pero no tengan el menor fundamento para gestionarlo. Esa sobreprotección
tiene consecuencia sobre esos pequeños, a medida que avanzan en su desarrollo
escolar y físico, no los acompaña un desarrollo madurativo. No se concentran en
las diversas actividades -hasta las que realizan por placer- y no pueden asumir
sus deberes, libertades o responsabilidades propias de su fase de desarrollo. Y
sus padres, aquellos infantiles sobreprotectores se terminan encontrando con
una caja de Pandora que les supera.
Tal vez los milennials confundieron
los conceptos de protección con sobreprotección. La protección es vital y es la
familia quien le brinda los fundamentos esenciales para que el niño conozca los
roles que debe realizar y las responsabilidades que le acompañarán para alcanzar
esas actuaciones. Ese efecto enriquecedor que es la transmisión de una conducta
se ha convertido en un efecto limitante, la sobreprotección. Ese afán por
hacerle mas transitable el camino a sus hijos se puede convertir el problema que
es el de quitarles las herramientas esenciales que les acerquen a la madurez y autonomía.
Lamentablemente estos procesos se estudian hace tiempo pero los procesos no se
re direccionan, los jóvenes se encomiendan a una relación social cada vez más
comprometidas en las redes virtuales pero nula o casi nula para ser
comprometidos con las realidades humanas de sus seres más cercanos -familiares
o vecinos-. Sobre la realidad de estos padres helicópteros ya escribí en 2016,
pero mantiene vigencia y parece que seguirá vigente por un tiempo largo.
En un momento donde los mismos
milennials se embarcan en el cambio de paradigmas para el correcto tratamiento
que debemos dispensar a todas las fuerzas vivas, es llamativo que sufran el
maltrato o destrato de sus hijos pre, adolescentes o post. La ira o frustración
que por casi todo les embarga a esos jóvenes se paga también -porque lo sufrimos
todos- y principalmente, en la figura de sus padres. De esta manera, al surgir
el contratiempo y su frustración, los padres milennials continúan con su figura
de padres sirvientes, pero en estos casos se le agrega el mal trato, displicencia
o indiferencia de sus hijos. El síndrome del maltrato tiene dos vertientes, es
evidente en la desidia de los adolescentes pero fue imperceptible en sus padres:
fue maltrato aunque suene muy fuerte el leerlo, porque fue inconsciente y
silencioso el no delegar poder o que se pudieran valer por si mismos, fallando
en su educación. Tal vez cansados de que sea moneda habitual el reproche
generacional, los padres milennials intentaron en buena fe de que sus hijos no
les reprocharan su intransigencia ni su escasa comprensión generacional, pero a
la larga ha sido peor. A la hora de reprochar responsabilidades a los pedagogos,
educadores o psicólogos por las causas que requieren esa intervención, los niños
de la generación Z siempre mencionarán principalmente a sus padres.
Pero los milennials también han tenido
en sus fases de desarrollo la particularidad de la sobreprotección -aunque
debemos convenir que sobreprotección ha habido siempre-. A los milennials se
les suele definir como la “generación de la ansiedad” que produjo el crecer bajo
los constantes cambios tecnológicos que planteó el pasado fin de siglo. De los
milennials se ha llegado a decir que se trataba de la generación mejor formada
de la historia, pero es llamativo su escasa implicación o complementación con
la dura realidad. Si bien son comprometidos en la lucha de los cambios que se
necesitan en nuestras sociedades -pensamiento crítico y necesidad de permanente
expresión-, vieron truncadas sus caminos de desarrollo profesional a partir del
crash económico que fue gestando el fin del siglo y que tuvo su mayor grado
exponencial -en Europa y EE.UU- a partir de 2008. Los mejores formados pero los
peores ejercitados, a no ser que migraran a países donde pudieran desarrollar
su brillante formación universitaria.
“Todo esfuerzo tiene su recompensa” se
cayó de traste. Los milennials que en un principio les creyeron a sus padres,
se vieron inmersos en un grado alto de frustración e inestabilidad. Pero esas
características también me contemplan y eso que soy "integrante de la
generación Z". Lo que me obliga a reconocer que más allá de características generacionales,
todos los mortales activos que nos sostenemos bien o a duras penas en este
primer cuarto del siglo podemos ser victimas de los sueños de nuestros padres
por vivir una vida más integra y digna. Revisando las cambiantes condiciones de
vida a lo largo de la existencia debemos convenir que estos tiempos parecen ser
los ideales para vivir. Pero, a nuestro pesar, esa posibilidad cierta de vivir
más dignamente tiene un precio alto que estamos pagando todos. La diferencia
parece ser que las generaciones más jóvenes son las más erráticas sin planes a
largo plazo.
La relación entre los padres helicópteros
y los jóvenes con el Síndrome de Peter Pan es evidente. Nos obliga a pensar que
tal vez vivir en un marco de relativa solidez y estabilidad nos acarrea el problema
de transitar un sistema ambivalente y confuso. En todo caso, deberíamos profundizar
sobre estrategias fallidas de crianza, que se fueron dando de forma invisible
en las últimas décadas y hoy les ha explotado a los jóvenes de la generación Z.
El milennial ha crecido sintiendo el peso de que se trataba de alguien especial
-el que finalmente iba a revertir el proceso injusto e inhumano que acompaña la
vida- y sin querer les ha transmitido a sus hijos esa burbuja irreal del like o
me gusta que parece ser el barniz que tapa que la realización es más invisible,
silenciosa o menos exponencial de lo que
creemos y hasta se necesita para sobrevivir en estos tiempos de gratificaciones
inmediatas.
Si alguien quiere leer pesimismo en
este análisis tal vez no pueda ver que se trataría de trabajar ciertas
habilidades que se han dejado de lado. Paciencia, tolerancia a la frustración,
respeto cercano -no a las innumerables causas lejanas que adhieren- y búsqueda
de vínculos más profundos, tal vez puedan revertir las características que nos
preocupan de estos adolescentes más inmaduros de lo habitual pero con la mente
más abierta, sensibles con el medio ambiente o las causas humanitarias. Todos
somos el padre de Frankenstein, hemos hecho todo lo posible para que milennials
o Z no se caigan ni se lastimen, que hoy, lamentablemente, no encontramos la fórmula
para que puedan levantarse, caminar y reeducarse…
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