“Ese es el problema de beber, pensaba, mientras me servía un trago. Si
algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa, bebes para
celebrar; y si nada pasa, bebes para que hacer que algo pase”.
Charles Bukowski
La ansiosa inmediatez de la creación
artística, la necesidad creativa de superar la banalidad o el bloqueo, el imperioso
estimulo por acceder a paraísos artificiales que permitan sobreponer con creces
a la hoja en blanco ha instalado un mito fácilmente desmontable, pero que suele
persistir como un sórdido panorama de la deletérea adicción en las artes, en este
caso puntual, en las letras. Un sinfín de escritores no han logrado librarse de
una relación turbia con el alcohol, creyendo que era la atracción permanente de
las musas. Un maridaje entre el sobrevivir y el sobrebeber para trascender.
Algunos fueron genios literarios, pero
muchos tantos apenas viciosos del alcohol, cuya enfermedad no influyera en su
obra. El alcohol, como así también las drogas no parecen crear nada, sino que pueden
prestar al cerebro una energía de momento que desembocará en un final ruinoso. Es
que beber ilumina y embrutece, puede estimular la creación pero también, con el
paso del tiempo puede abolirla para siempre. André Maurois, seudónimo de Émile
Herzog, novelista y ensayista francés, alguna vez apuntó que “la neurosis hace
al artista y el arte cura la neurosis”. Quizás sea la artimaña necesaria para
alcanzar el Olimpo, para rozar el paraíso y tantas veces más, despeñarse en los
acantilados de la locura. El arte tiene su componente insano y no podemos negar
que el alcohol mantiene un vinculo perdurable con la escritura. Desde la
Antigua Atenas se hablaba de los poetas borrachos, el tema que hoy destapo en esta
entrada.
Absenta, vino, vodka, jerez, mezcal,
champagne, ron, ginebra o wiski son las bebidas constituyentes de un listado de
accesorios para la creación. Si se asusta, espere a buscar en la red la lista
de escritores que han estado relacionados con el alcohol: se puede mencionar a
treinta y cinco plumas y tal vez sigan las firmas hasta un limite insospechado.
A lo largo de la historia de la literatura fueron muchos los autores que
buscaron una realidad alternativa para alcanzar la inspiración convirtiendo a las
drogas o el alcohol en sus musas. El escribir es una forma de exhibicionismo y
el alcohol ayuda a sacar afuera; escribir es una puesta en soledad y el alcohol
suele ser la compañía del solitario, aunque sea considerada como incremento de
la sociabilidad; escribir obliga a estar concentrado y atento, el alcohol relaja.
Si ustedes siguen este detallado parangón podrá constatar que en realidad el
alcohol no resulta el complemento ideal. Esto no termina de erradicar el
evidente factor cultural que genera esa imagen romántica o perversa del
escritor bajo los influjos del alcohol.
Se instaló el concepto que el alcohol
es una herramienta que mantiene al escritor entre la deriva del sueño y la realidad,
o entre la mentira y la verdad. El encantamiento que supone ser el oficio que
deriva la bebida, estimula la presencia o irrupción de las palabras. Francis
Scott Fitzgerald, escritor estadounidense del siglo XX, confesó más de una vez
que “el alcohol es el vicio de los escritores”, mientras que una pluma
reconocida inglesa, como el caso del poeta y novelista Malcolm Lowry bebió
hasta el final de su vida en un camino de autodestrucción que deja la mayor parte
de su obra inacabada. Utilizaba una frase de Bukowski como si fuera su propia síntesis,
“con una mano escribo y con la otra me sostengo”. El alcohol pudo haber sido el
medio para tantos pero en realidad, fue simplemente el destino o una herramienta
ideológica, utilizada por ejemplo, por la generación perdida, en su intento de olvidar
la gran depresión, las dos grandes guerras y otras calamidades humanas de la
primera mitad del siglo pasado.
Escribir es tal vez, un viaje
alrededor de una estructura. Y cada literatura ha tenido su propia tradición alcohólica.
“Mi reino por un trago”, mascullaba Sthepan Dedalus durante sus andaduras de
veinticuatro horas que constituyen el Ulises de James Joyce. Daniel Defoe fue
condescendiente con la desgracia que planificó hacia Robinson Crusoe, al
permitir que tres barriles de ron sobrevivieran al naufragio. Porque el alcohol
también es personaje esencial en la literatura, sobran sus apariciones y
momentos en grandes citas poéticas o intelectuales. Winston Churchill alguna
vez presumió de haberle sacado más a la bebida de lo que ella le sacó a él. Pero,
en definitiva, todos saben que a la larga, el exceso de alcohol acaba con ellos,
robándoles el ingenio, el encanto y la salud.
La historia literaria está completa en
casos de juguetes rotos, la técnica depurada o la heterodoxia gramatical no parecen
ser sacados de la musa de un buen o mal trago. La presencia del alcohol es una cuestión
cultural por algo es la droga más consumida en el mundo entero y como estamos
con la vertiente literaria, el exceso reiterado de la ingesta alcohólica en el
escritor, siempre ha terminado convirtiéndose en su peor enemigo, no pudiendo
pensar que el alcohol nos ha dejado la eternidad de una gran obra, sino que nos
habrá privado de más obras de ese calibre, ya que nunca en el caso de estos
poetas borrachos se tiene antecedentes de una obra maestra pasados los cuarenta
años. Debemos creer que la técnica o el virtuosismo son hijos pródigos de la lucidez,
aunque el absurdo diario del vivir y crear nos indique tantas veces que se
trata de la alocada pulsión que nos desata…
Me encantó Javi ....un abrazo!
ResponderEliminarGracias!!!
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