“El mundo es un libro y aquellos que no
viajan sólo leen una página”
San Agustín
Hay demasiadas maneras de ver el
mundo. Tantas veces envidio la forma de definir el planeta a aquella persona
que nunca se movió de su barrio. Tal vez para hacerte una opinión sobre las
cosas de la tierra solo se necesite un buen libro de historia, una gran memoria
que te devuelva nociones elementales de geografía de segundo o tercer año y la
capacidad de comprender diversas situaciones. Hay gente que no llega nunca a
desplazarse en su vida, seguramente por no tener un propósito, porque no pueden
o porque presienten que no se sentirán como en casa. A otros su espíritu aventurero
le quema entrañas, casi con necesidad constante de expandir horizontes y
habitar diversos hogares. Otros, los vaivenes de los países y los descalabros
de sus habitantes les han invitado a buscarse la vida en otra parte, y ahora están
los millenials (entre 18-34 años) que prefieren gastar sus dineros en
experiencias antes que en hipotecas.
Yo he viajado para cambiar de lugar,
para conocer otras costumbres, para rodearme de otras experiencias, para
descansar caminando, para aprender. También un día he viajado porque pensé que
era la mejor opción -temporaria, aunque nunca se sabe por cuánto tiempo- de subsanar
un mal momento de mi país y de mi situación. A veces viajo para visitar
conocidos que tomaron mí misma decisión y alguna que otra vez me subo a un
avión o a un autobús para reanudar una relación que se generó viajando. He
logrado una experiencia que me permite no sentir ese gusanillo previo de temer
lo desconocido, pero mantengo una preocupación anticipada de que todos los pasos
que se generan en un desplazamiento se realicen dentro de lo previsto. Y soy
obsesivo en la programación.
La percepción del mundo no se basa en
una visita de cinco días, pero la percepción se ensancha, el tiempo mágicamente
se ralentiza y la vista favorece el ejercicio de la reflexión, como sostenía
Aristóteles. Pero no se trata de un proceso lineal, tal de que el necio viaje
porque ha leído o escuchado que el viajar abre las mentes. Se conoce de gente
que ha conocido mundo, que lo ha disfrutado en exceso pero que, en sus formas
de tratar, de pensar, de sentir o vivir, sigue siendo un marrano. Es verdad que
viajando uno deja de ser la misma persona, pero no significa que siempre sea
para mejor. Siempre depende de la persona.
La filosofía griega sostuvo que la reflexión
proviene del ejercicio de mirar. Pero para viajar es bueno contar con los cinco
sentidos, ya que cada uno de ellos guarda memoria. Siempre he creído que todo
depende de la mirada, hasta que un día mirando una aplicación de mapas, me
abrazó un recuerdo de la infancia proveniente de un olor que me era habitual al
jugar al futbol con mis amigos. Me apoyé en la vista para focalizar ese aroma y
resultó que estaba frente a mí, dándome sombra. Una magnolia con su flor
abierta me devolvió a aquellos tiempos de purrete que creía que la felicidad
pasaba solo por patear un balón, sin reparar que una flor que desarrolla sus pétalos
en forma de estrella -una vez abierta- y de hoja blanca, ha marcado mis
primaveras y mi lugar en el mundo, aquella querida plaza Alberti.
Viajando con mi mujer he aprendido a
conocer la intimidad de un lugar a través de las formas de sus ventanales, de lo
colores y grosores de sus puertas, de la puesta en escena de sus mercados
callejeros. Los colores, las formas y las texturas de frutas y verduras han
invitado a más de una foto, que se sumó a la peculiaridad de sus vendedores,
además de sus gritos, sus formas, sus tradiciones, sus consejos. A pesar de no
realizar turismo gastronómico, solo recurro a la comida rápida cuando la economía
apremia o se tiene la necesidad de poder utilizar un baño público. En los
últimos años he abandonado los hoteles para poder pernoctar en departamentos o
casas rurales, donde el cocinar sea una opción y ante la posibilidad de conocer
un restaurante o bodegón recomendado, poder percibir las costumbres de la
verdadera comida local. Es sistemática la reacción de todo aquel que me visita
en tierras vascas al conocer el plato de chipirones en su tinta: más de una vez
se resisten a probarlo, pero el sabor siempre está en la boca y en el olfato,
hay sentidos que pueden confundir porque están invadidos de prejuicios, en este
caso, imperdonables.
Cada lugar aporta distintas
sensaciones. Guardo excelentes recuerdos de mis diversas salidas, comprendiendo
que no hay lugar malo para conocer, lo que tal vez marque o mal predisponga son
las actitudes de algunos ciudadanos. A mí el viajar me da energía, tal vez me
devuelva a la ilusión del niño por poder seguir conociendo y aprendiendo.
Viajar es recordar los buenos y los malos momentos, y tratar que aquellas
experiencias que en algún momento frustraron, se conviertan en aquella anécdota
que despierta alguna sonrisa y hasta añoranza. De esta manera, viajar sigue
siendo un deseo.
La primera vez que visité el museo
Reina Sofía sentí profunda envidia de un grupo de niños estudiantes madrileños.
Juntos observábamos el Guernica de Pablo Picasso y pensé que esos niños tal vez
no eran conscientes de que millones de habitantes tal vez solo pueden ver ese
enorme mural de 7.77 por 3.49 metros a través de una foto, de un video o de un
libro de historia de arte. Recuerdo que no pude reprimir un puñado incesante de
lágrimas, vamos que lloré a mares, y nunca supe por qué, pero tal vez no
importe la razón, sino que pueda asociar lo que me reste de vida que al
observar ese cuadro me sentí vaya a saber porque, acompañado. Con el paso de
los años tuve la posibilidad de acercarme aquí bien cerca, a Gernika, para acompañar
un contingente de jóvenes africanos. Todavía conservo un pdf que preparé para
explicarle a cada joven que las partes que componen aquel mural pueda, tal vez,
encerrar parte de nuestras propias historias, en este caso de arriesgar todo
por cruzar buscando un mañana, para tal vez no conseguir nada más que conocer
la indiferencia que alguna vez habita a los humanos.
En mis primeras salidas la ansiedad de
dejar todo registrado en fotos era una constante. Al principio regulando los carretes
de cinta, luego programando la batería de la maquina digital y la memoria de la
tarjeta -solucioné ambas cosas con dos juegos de ambas-. Una noche en Edimburgo,
compartiendo un hostel que era una vieja iglesia anglicana reconvertida en
parador, dejé cargando la batería mientras cenaba. Mis ocasionales compañeros
de room eran nipones, y tuvieron la mala suerte de pisar el cargador, cargándose
mi planificación para el viaje por Inverness y el lago Ness de los siguientes
tres días. Como soy testarudo me persiguió el incidente todo el viaje, pero lo
compensé con la compra de esas máquinas descartables y con varios
latinoamericanos y un catalán que nos acompañaron en la travesía y se
encargaron de que no nos faltaran fotos. Aquel creo que fue uno de los mejores
destinos y momentos, no sé porque aún no hemos regresado a Escocia.
A la gente le cuesta conocer otra gente
y aceptarla. A través de mi experiencia, y tal vez por mi manera de ser, puedo
dejar de lado estereotipos absurdos que dividen y no enseñan más que la
desconfianza y arbitrariedad que prejuzgar encierra. En las últimas décadas puedo
presumir que guardo una excelente relación con personas de diversos países o
ciudades. Una de mis primeras cenas en este País Vasco me dejó una enorme
enseñanza. Habíamos conocido a una pareja de cordobeses de Argentina y los habíamos
invitado a comer a casa. Casi al final de la velada, mi visitante para
compartir el buen momento que estábamos disfrutando, me regaló una máxima que
me sorprendió y me dio a entender que el prejuicio anticipado solo divide: “Nunca
pensé que la pasaría tan bien con dos porteños”. Lo tomé como un halago, porque
ni mi mujer ni yo representamos a los habitantes de la capital, sino que somos
dos personas que a duras penas nos representamos y que tratamos de pasarla bien
y hacer lo mismo con los que nos rodean. Pero a Juan tal vez le sirvió para
descubrir que es más importante conocer a la gente que a sus dichos o
estereotipos.
Hace tiempo que no viajo. En realidad,
este año estuve de visita en Argentina, pero me he acostumbrado a decir que
cuando viajo a mi país no viajo, es regresar y en ese movimiento se juegan
emociones intensas, recuerdos, añoranzas y recuperos. No sé si se descansa,
pero es necesario regresar a la esencia, al hogar de los padres que alguna vez
fue también tu hogar, aunque tu madre se empecine aun hoy en mantener tu habitación
como si fuera un museo todavía habitable. Tal vez si sea viajar, tal vez
confirmes allí que has abierto tu mente, que has conocido mundo pero que no habrá
pocas cosas más amenas y necesarias que almorzar o cenar otra vez con tus
padres. Y tal vez no lo habrás valorado hasta que se perdió esa habitualidad…
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