“Aforismos:
máximas mínimas”
Andrés
Ortiz-Osés, antropólogo y filósofo español
En los últimos años, no he cerrado una
entrada de este blog sin abrirla con un aforismo. El secreto, que no lo es tal,
consiste en encontrar una frase que coincida con la línea de lo que he escrito.
Lo destacado de mi ritual es que no escribo en base a un aforismo ya destacado,
sino que primero escribo la idea y luego le doy un cierre, al que yo le
encuentro como un hilo que, por lo maravilloso que es el proceso literario, le
permita al que se anime a leer, seguir una secuencia conductiva. Es por eso que
la realidad se construye tantas veces desde el techo y no desde los cimientos
en la base. Pero hoy, como escribo sobre aforismos, empiezo la entrada con la
frase escogida de antemano.
Utilizo bastante de este tipo de
sentencias. En el vértigo del desarrollo
tecnológico, que nos tiene atrapados, pero adherimos porque creemos que es un
avance demoledor en la historia de la humanidad, el aforismo se recupera a través
del ingenio de desarrollar un pensamiento que llame la atención y adhiera
seguidores, como es el caso de los ciento cuarenta caracteres del Twitter. La
limitación de caracteres impone un esfuerzo máximo de concentración en lo
mínimo, y el resultado -a veces nomas- permite descubrir donde anida el
ingenio de una nueva trova de pensadores contemporáneos. De los millones que
habitan en esta red, solo unos pocos son los que logran reducir la máxima expresión
de un concepto, en frases cortas. Si visitan Twitter con habitualidad, darán fe
que buscando y buscando, se suelen encontrar pequeñas piezas maestras lúcidas y
sugerentes, entre medio de un mundo de solo copia y pega.
La filosofía es una actividad de la
inteligencia humana. Se nutre de las constantes preguntas que surgen al paso
del desarrollo y evolución del ser. Y se retroalimenta tantas veces, de la
falta de respuestas o de los nuevos interrogantes que nos preocupan luego de
dar alcance a alguna respuesta. Quizás sea este uno de los secretos de la
sabiduría y del porque algunos logran tal grado de inteligencia. El
conocimiento es una disciplina necesaria, indispensable para pensar
correctamente y desarrollar una intelectualidad que nos permita situarnos a un
costado y observar la cruda realidad. Este ejercicio suele ser considerado
improductivo porque no arroja resultados inmediatos, contundentes y
concluyentes. Esta es la base de la filosofía, la que orienta la práctica de
las personas y de las sociedades.
El aforismo siempre ha intentado sacudir
nuestro letargo a través de una breve máxima -me cuesta no tirar de juego de
palabas- que golpee nuestras conciencias. El cuidado en el uso de las palabras,
la forma concisa y directa, la contundencia de la ironía o la increíble lucidez
para detener la vorágine y ofrecer un certero diagnóstico, convierten a este
tipo de frases en herramientas fundamentales para la comunicación. Un aforismo
mal utilizado es el riesgo que se paga al no tener inteligencia, aunque es
verdad que muchas veces, podemos dar una interpretación distinta a una idea
original y breve, inmortalizada en el tiempo. Es parte del juego filosófico,
una pregunta abre el hilo de otros interrogantes.
El aforismo tiene sus riesgos. La
persona que no es inteligente los reutiliza para enmascarar su falta de imaginación
e intelecto. Hoy sentimos que nos ha inundado la falta de lucidez e
inteligencia de nuestros círculos íntimos y externos. Renegamos y cuestionamos
la vigencia de la filosofía en el mismo momento que la sociedad entera juega a ser
inteligente y no le sale. Las conversaciones son vulgares, confunden discursos con
arengas sin contenidos, ni hilo conductor ni conclusiones atinadas. Las
conversaciones son vulgares porque el hombre camina con displicencia, pero con
orgullo hacia la continua vulgaridad; pero como un eructo teñido de exabrupto,
nos anticipan el fracaso de la filosofía por una especie de doctrina popular
denominada movimientos militantes.
Vivimos atrapados en el concepto no
perder un instante, un minuto. Necesitamos estar “agotados” para dar muestras equivocadas
de eficacia. El que no es inteligente, se agota fácilmente. Pero, como hemos
desvirtuado la mayoría de los conceptos, avisar a cada instante del agotamiento
parece anunciar una falsa productividad. El intelecto, dicen que no descansa, y
no se queja. Un aforismo ayuda a romper esa cultura de la inmediatez, porque en
sucesivas y detenidas lecturas, nos permite descubrir la sencillez de las cosas
sin gritos, peroratas o exacerbación de vulgaridad. El aforismo alumbra sobre
cuestiones centrales de la existencia. Y no se responde sin sabiduría, ni
detenimiento.
Los pensamientos no deberían llevarnos
a la locura, pero lo hacen. Al sabio le corroe la falta de respuestas. Y al que
no es sabio ni profesa lucidez, lo convierte en un esperpento sin tino ni
fundamento, que solo habla y no dice nada. Los problemas hondos no pueden ser
superficiales y sin lectura no se alcanzan las profundidades. Por eso la
filosofía antes que nada es una disciplina que analiza la actividad del
pensamiento. Si tienes ya ese don, luego puedes estudiar la filosofía como
ciencia. Pero pensar es una palabra que engaña, ya que todos creen que piensan
y no lo logran ni lo hacen. Pensar es una acción que no siempre da respuestas
ni resuelve nuestros innumerables misterios. Pensar no es decir barbaridades
sin fundamento. Pensar es implicarse, pero utilitariamente.
La militancia cree que todos debemos
pensar como uno solo. Por eso son fanáticos. Y para peor, necesitan que no
pensemos, por eso reclutan a los que no destacan por la mejor inteligencia sino
por la que lastima, engaña o manipula. Están tan confundidos que creen que
existen filósofos de la militancia, cuando el verdadero filosofo no se encuadra
con ninguna idea o dogma preestablecido. Un mundo democrático debe albergar las
diversas sensibilidades y culturas, inclusivas y respetando las diferencias. En
beneficio de algunos militantes -tengo varias amistades naufragando en una
militancia ladina-, creo que están de momento atrapados en una terrible
confusión porque simplemente quieren y necesitan creer. Y esa necesidad hace
daño. La historia del siglo pasado está plagada de pensadores e intelectuales
que pagaron con un necio silencio los atropellos de las revoluciones. El
llamado boom literario del continente americano estaba dominado por más de uno
de esos incautos intelectos. Le dieron
la espalda al dolor de sus congéneres. No fueron capaces de mantener su
lucidez, fueron atrapados por dogmas e idealismo que no se pueden llevar con
equidad ni justicia a la práctica.
“La literatura es siempre una
expedición a la verdad”, inmortalizó Frank Kafka -es recomendable uno de sus libros póstumos: "Aforismos de Zürau"-. Un aforismo permite la
conversación continua entre sabios de todas las épocas. La filosofía permite
relacionarnos desde la riqueza de cada persona, de cada pueblo. La razón humana
no puede identificarse con una sola cultura o con una sola manera de comprender
nuestro mundo. Hoy cualquiera dice lo que quiere, insulta y difama a quien
quiere, domina o inhibe a quien quiere y cuestiona sin más fundamento que una
retórica vacía a quien quiere. Por eso es necesaria la filosofía, por eso son
indispensables los pensadores. Una rama de la filosofía está comprendida por la
ética. Ante su alarmante falta, el hombre no sabe orientar sus pensamientos ni sus
comportamientos. El aforismo de hoy es víctima de la liquidez de nuestros
tiempos, pero no dejará de existir, como estímulo para frenar la dejadez, la
ansiedad de la inmediatez y el estúpido argumento de que todos podemos ser
inteligentes.
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