Polonio: "¿Qué está leyendo mi
señor?"
Hamlet: "Palabras, palabras,
palabras".
Segunda escena de Hamlet, de William
Shakespeare.
Lamentable o afortunadamente, el
mundo de los humanos es un mundo de palabras. Lo que nos apasiona, disgusta,
entusiasma, asusta, inhibe o harta está construido por palabras. La gente que
mejor maneja el lenguaje, sabe expresar como nadie su mundo interior. El
sentirse vacío a veces representa no disponer de palabras para poder encarar un
cambio o revolución para continuar la evolución. La gente que toma en sentido
literal el alcance de una palabra está destinada a sufrir los vaivenes
emocionales del habitante de esos vocablos. Se vive tan apurado que la palabra
dada hace minutos ya no es válida ante un nuevo estado emocional.
Las palabras definen al mundo.
Universal o acotado pueden precisar la dimensión de lo que nos rodea o asiste.
La palabra es contundente pero no definitiva, ya que abunda el que mal expresa,
y este desliz permite que el mundo esté construido sobre falsos axiomas. El mal
uso de la palabra o el uso motivado por pasiones internas o egoísmos obligan a
revisar permanentemente la historia. La humanidad está abarrotada de malas crónicas,
de vulgar léxico o de urgentes arengas revolucionarias. El idioma es rico, no
lo es tanto el accionar de los mortales.
"Por la fe entendemos que el
Universo fue preparado por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve no fue
hecho de cosas visibles" nos recuerda en Hebreos 11:3 del Génesis. Si bien
el universo es palpable, parece que todo comenzó a girar con la palabra. Sobre
estos cimientos se edificó la historia, hay mucha veracidad en el proceso, hay
demasiada impronta en el camino, hay mezquindad o ruindad en la manera de
elegir contar la historia. Está el prisma, y al día de hoy seguimos sin
encontrar su cara más visible. Y existe un elemento trascendente que en estas
fechas le estamos dando la espalda: la riqueza del vocabulario. Hoy se
encuentra tan limitado, que resulta pasmosamente fácil contarnos cualquier
historia. Revisemos cualquier desarrollo de un par de meses atrás, cotejémoslo hoy
con la realidad y nos damos cuenta con facilidad que nos han contado una mala
historia. Pero así todo, a la gente parece no importarle.
Lo real y la ficción tienen un
componente en común: la palabra. Ninguna historia verídica o imaginada no puede
cristalizarse sin la palabra. La persona que reniega de la ciencia ficción no
tiene en cuenta que un ensayo no es más literal que lo fantástico de la
imaginación. Pero tendemos a precisar que un ensayo se ajusta más a una
realidad. Pero si yo acometo la lectura de un ensayo que desnude la falacia que
resultó el kirchnerismo, por ejemplo, encontrará de inmediato la repulsa del
simpatizante o militante kirchnerista. ¿Entonces el ensayo es verídico o para
el que no esté de acuerdo se tratará de una pésima ficción?
Entonces la verdad o mentira, la
autenticidad o falsedad dependerá de un prisma, componente que no nos han
regalado de manera estándar. Podrá variar ese prisma, pero lo que persiste en
todo momento es el uso de una u otra palabra para justificarlo. Lo paradójico
es que el ser humano que disfruta el don de la vista, es en la palabra donde
demuestra que lo qué vemos, lo que está a nuestro alcance visual, no tiene el
mismo significado. Y la palabra puede ser en un momento determinado un escollo,
una barrera. Si contamos una historia, y damos un mal uso de la palabra, la historia
tomará otro giro, otro alcance. Si leemos una historia, y no comprendemos el
alcance de una palabra, estamos comprendiendo de manera limitada esa historia.
Y para colmo, la gente ya no practica el sabio consejo que me ofreció de niño
mi madre: al momento de leer, siempre ten un diccionario a mano. La gente habla
y usa mal las palabras, pero no se detiene, se empecina en seguir defenestrando
el sentido de la palabra. Si no entiendes las palabras o su significado,
¿debemos llamarnos lectores u oradores?
La música está construida con
sonidos. La pintura, con colores. El arte, con estructuras y formas. Pero todas
estas representaciones culturales no hacen gran cosa sin la palabra. La cultura
se construye con palabras. Ernest Cassirer, filósofo prusiano, sostuvo que el
hombre no crea la realidad, sino que la interpreta. Y todo lo que el hombre
puede llegar a conocer no es más que realidad interpretada. Y se interpreta
ordenando el caos de impresiones que se reciben. El hombre está rodeado de una
realidad que no ha producido. La debe aceptar como un hecho palpable. Pero debe
intentar interpretar esa realidad y hacerla coherente o inteligible. Y ahí es
donde el ser humano hace creativo el universo. Al interpretarlo, pero lo que
hace no deja de ser una representación. La realidad seguirá allí palpable, pero
su alcance distará en gran parte de la palabra que hemos utilizado para
representarla.
Será por eso que Mario Vargas Llosa
nos recalca la importancia del contador de historias. Para el Nobel peruano los
narradores son instrumentos primordiales en el desarrollo de la humanidad. El
arte que despliega Vargas Llosa o cualquier escritor es desarrollar una
historia paralela, que vaya paradoja, intenta precisar lo que está palpable en
esa vida real, a la que todos pertenecemos pero parece que no formamos parte.
Da la sensación que finalmente somos habitantes de esa vida paralela, esa que
está construida con palabras. El contador de historias era un referente en las
tribus, era la palabra sabia que daba sentido a los fenómenos que no se podían
explicar. Y la interpretación siempre llegaba con la palabra, aunque fuera
errada.
Entonces no sería osado justificar
que el mundo está construido por palabras. De su buen o mal uso estará
ambientado el desarrollo. Del vocabulario de taberna o de cátedra saldrán las
interpretaciones de la realidad. Las palabras son instrumentos que nos
permitirán construir historias verídicas o imaginarias. Estamos atrapados por
la palabra, dependemos de ellas para poder interpretar la realidad paralela. El
mundo se edifica o derrumba en base a relatos, que como pregona Vargas Llosa,
están hecho de "palabras o imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde
ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra
libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es".
Y en las palabras habita la
imaginación. No es de extrañar entonces que la historia esté plagada de
componentes imaginarios. La duda es discernir si la imaginación no forma parte
de la realidad. Si nos ponemos de acuerdo en que no se puede relacionar imaginación
solamente con fantasía, podemos acordar que de la imaginación se puede explicar
con mayor contundencia lo que sucede en la realidad. Acaso alguien puede negar
que de un relato fantástico como es La metamorfosis, de Franz Kafka, se pueda
concluir con que contundencia logró precisar el escritor checo los vacios
existenciales o frustraciones. Y la vigencia de la novela corta de Kafka nos
recuerda las carencias de valores trascendentes y de educación que hoy
promueven el desarrollo del ser humano. Y lo paradójico es que a menor
educación cívica se antepone un mundo de cada vez más palabras, y de más medios
de difusión para esas palabras.
El mundo sigue siendo construido a
través de la palabra. También continúa su destrucción. Por distintas
generaciones y su uso de la palabra, ha quedado constancia de la evolución o
decadencia. La dualidad de la palabra ha de estar siempre presente a la hora de
construir el espacio. La palabra se seguirá transmitiendo de generación en
generación, sin importar la lengua o idioma en que se transporte. La palabra ha
de necesitar más que nunca del apoyo de la intuición para poder validarla. La
intuición requerirá de la inteligencia y de la educación. La educación nos
permitirá captar la noción de identidad o diferencia, que Platón definió como
ideas innatas y Aristóteles como principios. En todo caso, la semántica bien
aprovechada de la palabra, seguirá generando cultura y quizás, el día que
utilicemos con criterio la palabra, podamos graficar la manera de encontrar el
camino para salir de la caverna.
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