“Los poetas solamente se deshacen,
pero no mueren.”
Margarita Yourcenar.
La ensoñación de un lugar secreto es
una fantasía compartida por la humanidad. En mi caso, siempre me ha subyugado
perderme dentro de las páginas de una trama a descubrir. El mejor escondrijo
siempre me lo ha proporcionado la lectura. De niño me ausentaba al amparo del
vestíbulo de la casa de mis tías, y durante horas me dedicaba a la fantasía de
Verne, Dumas, Dickens o Salgari. De grande, me oculto en una novela o ensayo,
me dan guarida las palabras, los pensamientos. Admiro un buen argumento,
envidió al gran escritor. Ese mecanismo de leer con placer te genera la
posibilidad de sentir pertenencia a un grupo, sentimiento que sigue siendo
esencial, el de sentirte identificado y comprendido.
Antoine Houdar de la Motte, escritor
francés, dijo alguna vez que "mediante la lectura nos hacemos
contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países",
permitiendo una identidad psicológica esencial en la evolución. Pero tanto
placer de pertenencia, a veces encierra peligros. Más de una vez me he
consultado sobre lo comprometido que puede ser escribir, lo que representa
tener voz para los que no saben expresarse, lo que encierra saber razonar, lo
que acarrea entender tanto que no se cesa de sufrir.
Cuando no encontramos respuestas,
podemos inventarlas o aceptar la más a mano. La imaginación tantas veces ha
reemplazado con altura al devenir de los hechos. Hay gente que tiene el don de
observar y ofrendar la palabra justa, el diagnóstico artero. Nos hacemos
habituales de esos pensadores, es acceder a la luz entre tanta ruindad, tanta
chatura. Muchas veces entendemos los problemas a través de una lectura, tantas
otras se nos cruza un texto imprevisto que nos permite ver el trasfondo de
nuestros conflictos. Y nunca pensamos en el escritor, hasta que un día leemos
con espanto que el portador de tanta claridad, el adorador de frases, el
depositario de las esperanzas claudica, dice basta. Sin acceder a estadísticas,
puede ser uno de los oficios donde el suicidio sacude e impacta por su
habitualidad. Y hoy un amigo me recordó a Sandor Márai, y sentí nostalgia por
hacerme con algún libro inédito del escritor húngaro, para seguir acechando las
respuestas de la existencia.
La literatura de Márai se puede
resumir en palabras que se acumulan como sinónimos: particular, singular, sorprendente
y peculiar. No abundan los ejemplos de escritores que pueden fundir una fórmula
de proporciones exactas entre análisis y reflexión con encumbramiento o
exaltación. En un período fértil de doce años, hemos podido observar cómo se
editaban trece obras, como en una década se recuperaba el concepto de una vida sobre
el escritor húngaro, como se hacía justicia con la claridad de sus letras. Pero
él ya no estaba.
Al leer por primera vez a Márai me
esforcé por ralentizar la lectura de "El último encuentro"; admiré el
tete a tete entre dos amigos, ya ancianos, que tardaron cuarenta y un años en
reencontrarse. Un secreto sin revelar entre ambos, que motivó el desencuentro
me hizo sentir admiración por ese escritor que dominaba tan bien la templanza
de explicar lo absurdo que se manejan nuestros instintos a la hora de nublarnos
el sentido. De inmediato me acerqué a "La mujer justa", afiancé la
agradable tendencia de este escritor, a través de tres monólogos que
desentrañan un triángulo amoroso, donde las tres versiones de un mismo tema se
ejecutan desde perspectivas diferentes. Como suele suceder ante el asombro del
descubrimiento, me interioricé algo en la vida del autor, y vaya mi sorpresa al
comprobar que el hombre que tan claro me sintetizaba los valores y
sentimientos, un día se quitó la vida.
Es que los libros de Sandor Marai generan
buenas sensaciones. Se trata de un escritor, que al leerlo y comprenderlo, te
hace sentir mejor persona, y al mundo, tolerable, comprensible a pesar de todo.
Marai comprendía la vida como una sucesión de pasiones que nos arrastra y
condiciona. La vida parece no tener sentido cuánto más la reflexionamos. El
amor y el odio son igual de destructivos, pero al mismo tiempo esas pasiones
nos permiten construir y tener la permanente sensación de estar vivos gracias a
esos excesos. ¿cuántas veces un diálogo aplacado ante la virulencia de las
pasiones nos permitió reflexionar sobre lo irreflexivo que nos convierte la
pasión y sus recelos? A mí en cada una de sus obras.
Quince años después de su muerte, su
literatura inundó las librerías. El extraño burgués húngaro finalmente era
traducido al inglés y al castellano. Se generó la agradable peculiaridad de que
cada nueva temporada nos hacíamos con un nuevo viejo libro de Marai. Con cada
nuevo volumen, reflexionábamos sobre la cantidad de nuevos seguidores que se sumaban
a sus trabajos inéditos. A través del delicado entramado que sus palabras
construían sobre las pasiones y dramas, muchos de sus lectores nos hemos
sentido más maduros, más preparados para abordar un tipo de literatura de
calidad.
A la hora de decodificar las
palabras del escritor húngaro, accedemos a un lenguaje inmensamente próspero en
detalles, alusiones, metáforas, emociones. La recuperación de su obra,
prohibida en Hungría desde la instauración de la dictadura comunista, siempre
se vio recompensada por las críticas. Como sucedió con varios de sus
personajes, la vida de Marai alternó entre éxitos y fracasos. Conoció el
imperio Austrohúngaro en su condición de burguesía ilustrada, fue testigo de
las dos guerras mundiales, en sus escritos en prensa desarrolló como nadie la
desaparición de su clase social, en su Budapest presenció la invasión nazi y
luego la ocupación rusa. En ese momento, emigró renunciando a todo. Hasta de su
legado literario.
Se exilió voluntariamente desde 1948
en Estados Unidos. Su nombre cayó en el olvido, casi de inmediato en su país. La
totalidad de su obra, prohibida. Pero Marai, consciente de que el cambio del planeta
no era para mejor, que el caos se adueñaba del nuevo mundo, decidió detenerlo
en aquella sociedad burguesa cultural, y continuó escribiendo en su lengua, el
húngaro, para una sociedad ya inexistente. Su obra pareció maldita, pero él
continuo escribiendo. Se volcó a la poesía, obras de teatro, artículos en
prensa, novelas y finalmente, sus memorias. Vivió con su mujer y su hijo
adoptivo, en San Diego. En los finales de 1988, fallece su mujer y su hijo, en
meses casi sucesivos. La caída del Muro de Berlín sería la apertura cierre de
un mundo maldito y la apertura democrática de su Hungría natal. Pero Marai no
llegó a verlo, tampoco su resurgir literario. A los 89 años, solo, harto, se
rindió a un suicidio que venía pregonando en los últimos tiempos. Se pegó un
tiro en la cabeza el 21 de febrero de 1989. Quince días antes, devastado por la
soledad, cercado por la ruina, había escrito en su diario personal "Ha
llegado la hora".
"Ser escritor es una profesión
de alto riesgo, sobre todo en tiempos de represión feroz", la frase
pertenece a Primo Levi, quien también se suicidó en su vejez, dando pie a todo
tipo de interpretaciones. El suicida continúa siendo de una conducta
indescifrable, para una parte de la sociedad. Se le teme, se le oculta. En la
mitología del arte se le suele tratar de otra manera. Algunos acceden a un
altar, y desde allí se intenta vislumbrar si en su obra, en sus palabras y
pensamientos, existían indicios del desenlace. Los que quedamos, sentimos la
imperiosa necesidad de cubrir o atenuar el vacío que acompaña a la muerte.
Las librerías colman sus anaqueles
con obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desesperación. Los
autores que se han suicidado no parecen haber sido portadores de un secreto
atroz que los forzó a su muerte. Seguramente la calidad de sus obras, el tenor
de sus interrogantes, no llegué nunca a aplacar las dudas que nos llevan alguna
vez a escribir sobre este misterio inconcluso que por más de dos mil años
continúa siendo inexpugnable: la necesidad de vivir, a pesar del continuo
sufrimiento de no entender la vida. La muerte por suicidio no es un valor
literario, pero una larga lista sintetizada en Sandor Marai, Primo Levi, Emilio
Salgari, Virginia Wolff, Reinaldo Arenas, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway,
John Kennedy Toole, Stefan Szweig, Horacio Quiroga, Cesare Pavese o David
Foster Wallace, no permiten suponer que el suicidio en la literatura se
anteponga al amor, al odio, el deseo o la traición. La calidad de sus obras, no
la tragedia de sus vidas, han primado a la hora del eterno reconocimiento. A
diferencia de algunas religiones, a esas plumas consternadas, se le permite un
descanso en paz.
En Hungría se ha producido la total
recuperación de su figura. Se acercan a sus lecturas los jóvenes que buscan en
sus novelas parte de una identidad perdida, parte de una cultura que se ha
resquebrajado. Saben que el estilo Marai se ha perdido, la riqueza del
vocabulario no se ve reflejado en las nuevas expresiones culturales. Es un
ícono post, un talismán de un mundo al que aspiramos a recuperar. Su voz estará
siempre vigente, es la pesada carga que algunas mentes nos legan para que no
continuemos por la pendiente de vivir sin enfrentarnos a los dilemas, aún
claudicando en el intento...
“Tienes un deseo: morir, y una
esperanza: no morir”.
Alfonsina Storni.
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