jueves, 25 de abril de 2024

Cerca de la revolución yo estoy cantando esta canción

 “La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva”.

José Saramago


Intenta ser un salto hacia el futuro para terminar siendo una repetición -pero con otras caras e ideologías- de los defectos siempre presentes del pasado. Responde siempre a una idea progresista porque se basa en la creencia de que se hallará un mundo mejor. El corazón las fomenta pero el razonamiento filosófico certifica que en el fondo fracasará porque apenas es un impulso irracional similar a las religiones. La eterna búsqueda de lo que está en el más allá y nunca se nos termina de acercar, de instalar, de reconciliar con la existencia. Una revolución parece ser el sueño eterno, y cuesta una eternidad despertarse para comprender que apenas es una pulsión del o de los portadores de “intereses”. La pasión a veces nunca se pierde, pero en otras ocasiones se extingue, porque se razona que vivir es un imposible, que no es factible estar soñando con alcanzar un ideal de justicia todo el tiempo.



La palabra revolución confunde, nos hace creer que persigue una revelación, un ideal que se puede alcanzar. Para sostener la existencia, necesitamos creer durante nuestra vida en que lo insurgente reemplazará a lo que se puede razonar y entonces de la violencia surgirá la redención de la humanidad. Revolución como revelación, como una añoranza. Entonces una revolución no como gestor de un cambio sino como un impulsor de realidades enterradas, pérdidas. Un bucle revolucionario. Una toma de conciencia que termina en trifulca irracional que persigue un cambio total -o al menos una transición o ruptura con el presente del momento- y al mismo tiempo, un canalizador de los cambios significativos que una sociedad necesita. La revolución trata de ampararse en un movimiento poético, porque se necesita de un romanticismo para conseguir adeptos que justifiquen la brutalidad con la que se persigue el ideal del cambio. La revolución enciende fuegos a su paso, cuando en realidad debería apagarlos.


El sueño de una revolución siempre implica un exceso de vitalidad, es una utopía que tantas veces no puede pasar de una metáfora. La gente irracional parece perseguir eternamente una revolución mientras que la racional exacerba en sus pensamientos el motivo por el que siempre estamos flaqueando en lograr un ideal sin que se deba llegar a una revolución. La acción como la palabra, nace y luego de un recorrido, muere. En el pasado lo virtuoso era lo vinculado con el bien, por ende, lo místico siempre tiene que estar presente para forzar un ideal. Con el paso del tiempo, lo virtuoso pasa ser considerado como virtual, por eso en estos momentos, la revolución es tecnológica y el cambio no deja de ser una añoranza alimentada por el marketing, porque total los oráculos saben que apenas estamos enojados, interesados en una nueva actualización que ordene el vacío interior, existencial si románticamente seguimos buscando florituras en posibles gestas. Lo virtual ha ampliado los horizontes de una manera ilimitada que termina acotando aquello analógico que nos irradiaba el temple para un cambio. El cambio se genera con una actualización o con refrescar la pantalla. Y entonces lo revolucionario se relaciona con lo fake, lo trasgresor pasa a ser un divertimento. La mejor movilización en el mundo moderno no deja de ser un reallity que en realidad es un movimiento enlatado que implica estatismo pero maquillado con un pequeño movimiento en un set o en una localización acotada. Todo es un juego de contrasentidos.


Este 25 de abril se conmemoran cincuenta años de una revolución sui generis o surrealista, sin un solo tiro, y que logró un cambio de mentalidad y propició un avance a la modernidad. Una de las pocas revoluciones donde se pensó en un futuro sin tener en cuenta quien era el héroe o el mecenas en ese presente. Un pensamiento revolucionario que precisó que para tener un cambio había que ceder el testigo, dejar a una nueva camada generacional que propiciara un verdadero cambio, no ese tan remanido que para cambiar algo primero hay que matar y muchos deben morir. La Revolución de los claveles no fue excepcional solo porque una camarera – de nombre Celeste Caeiro- colocó claveles rojos y blancos dentro de los fusiles. Ese movimiento respondió a lo necesariamente poético que necesita toda revolución. Lo transgresor de ese movimiento fue que un sector liderado por militares que propiciaron el derrocamiento de un régimen militar -la dictadura de Salazar- se dieron cuenta que debían evolucionar hacia la democracia.


Los rebeldes se apoyaron en el pacifismo, la generosidad y el sacrificio personal para poder arribar a un verdadero cambio. Los claveles, la falta de violencia, represión, tiros y sacrificios personales tantas veces esconde o nos hace olvidar la generosidad de la gesta. Un sueño de vivir en libertad en una revuelta pacifica. La bravuconada de ser racional. Pasados cincuenta años la Revolución de los claveles se parece a las demás solo en la necesidad de lo narrativo. A la espera de un cambio en la apatía general que nos gobierna, las palabras mágicas nos saben a engaño. Y como un blog se riega con metáforas, ideas, conceptos -y los más mezquinos con copi-pega- y la palabra está devaluada por mezquina y limitada, esta alegoría a un momento único casi que no se detecta, tal vez sea la mejor manera de agradecer que por una vez, alguien entendió que la revolución debe ser un acto de generosidad...

 



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